Fuente 15 de febrero de 2003
Al morir en 1976, a la edad de 74 años, Carlo Gambino había hecho a la “familia” de Nueva York la más poderosa y rica de la mafia estadounidense. Con sus centenares de gángsters controlaba un inmenso imperio que abarcaba desde el tráfico de drogas a los préstamos usurarios, desde el monopolio de la pornografía en todas sus expresiones a la protección extorsionista de infinidad de comercios e industrias, desde el monopolio de la recolección de basuras al monopolio del transporte de cemento, desde el control absoluto del puerto de Brooklyn, donde era imposible cargar o descargar un buque sin pagar la correspondiente coima, hasta el saqueo sistemático de las terminales de cargas del aeropuerto Kennedy.
Gambino fue sucedido en la jefatura de la “familia” por su primo y cuñado Paul Castellano, que era su exacta contrafigura. Mientras Gambino tenía todo el aspecto de un jubilado, vestido siempre sencillamente, enemigo de fiestas y alardes de poderío, Castellano era un refinado gourmet que vestía con lujo, viajaba en Lincoln Continental conducido por su chofer personal y vivía en una suntuosa mansión de 17 habitaciones llamada “La Casa Blanca”, erigida en la colina boscosa llamada Todt Hill (“Colina de la Muerte”), el lugar más elevado y costoso de la costa atlántica entre Maine y Florida. Jamás llevaba armas de fuego.
De las armas se encargaban sus “torpedos”, como llamaba Al Capone a sus pistoleros. Su ejército estaba encuadrado en varios batallones que tenían a su cargo operaciones específicas en cada área del inmenso imperio económico construido por Don Carlo. De sus pistoleros, el más notorio y salvaje fue Roy DeMeo, un individuo de insondable crueldad.
Según John H. Davis, autor del documentado libro Mafia Dinasty, “quizá haya sido el responsable de más crímenes que cualquier otro criminal de la historia norteamericana”. Las investigaciones policiales establecieron que, entre enero de 1975 y junio de 1982, consumó 25 asesinatos por cuenta y orden de la “familia Gambino”, pues se ha mantenido el nombre de su fundador.
DeMeo se encargaba, entre otros negocios, del tráfico de drogas, del cobro de préstamos a deudores morosos y, sobre todo, del robo de automóviles de lujo, que, aprovechando el control que el gang tenía sobre el puerto de Brooklyn, eran enviados de contrabando a Medio Oriente y Asia. Era tanto lo que recaudaba que, pagados los correspondientes tributos y porcentajes a su jefe inmediato, Anthony “Nino” Gaggi, quien a su vez pagaba los tributos pertinentes a Paul “Big Paul” Castellano, quedaba a De Meo y a sus hombres una enorme cantidad de dinero.
A imitación del capo, el gángster también se hizo construir una lujosa residencia, aunque no en la exclusiva Todt Hill, porque ello hubiese sido visto por el jefe de la “familia” como un intolerable y extremadamente insalubre desplante, aunque fuese dueño de un récord de un cuarto centenar de homicidios reconocidos y muchos otros no homologados.
La mayoría de las víctimas de DeMeo y sus killers eran elementos del hampa que intentaban introducirse en el mundo de los negocios operados o protegidos por su banda. El ladrón que robase un vehículo “marcado” por sus hombres tenía menos probabilidades de continuar viviendo que un monje budista camboyano en tiempos de Pol Pot. Así, no le fue muy bien a cierto Khaled Daoud, quien intentó entrar en el mercado de automóviles robados de Kuwait: fue inmediatamente despachado al otro barrio.
En casos así no tenía piedad alguna. Nada ni nadie parecía detenerlo. Si un miembro de la “familia” era sometido a juicio, la gente de Roy se encargaba del asunto: eliminaba sin más a los testigos de cargo. En cierta oportunidad, “Nino” Gaggi fue formalmente acusado de pertenecer a una organización criminal; tan pronto como se dispuso de las identidades de los testigos que serían presentados por los fiscales, DeMeo entró en acción: secuestró y asesinó a tres de ellos, los testigos sobrevivientes desaparecieron en busca de aires menos contaminados por el plomo ambiente y “Nino” fue absuelto por falta de testimonios en su contra.
Sin piedad y sin excusas
Nada ni nadie se salvaba de su ferocidad. Ser testigo casual de uno de sus delitos podía resultar fatal; es lo que aconteció con un joven de 20 años de edad que pasaba circunstancialmente por un callejón donde sus hombres estaban acabando con la vida de un pistolero rival; los asesinos lo persiguieron hasta darle alcance y lo ultimaron.
Una muchacha de 19 años fue muerta simplemente porque era la novia de alguien que era sospechado de ser confidente de la policía. En otra oportunidad, mató a dos miembros del jurado que debían entender en la causa que se le había abierto por considerársele autor material del homicidio de un funcionario de la Comisión de la Vivienda de la ciudad de Nueva York.
El propio “Big Paul” requirió alguna vez de sus servicios. Su yerno, Frank Amato, tenía cierto prestigio como asaltante de camiones y como vendedor mayorista de carnes. Era un tipo algo rudo, y creía que por ello y por el hecho de estar casado con Constance, la hermosa hija del boss, podía considerarse llamado a altos destinos en el submundo neoyorquino. De haber analizado más detenidamente las vidas de Gambino y de Castellano habría advertido que se estaba equivocando, y en grande. Porque Gambino fue de inquebrantable fidelidad para con su mujer, y Castellano apenas si se permitió cierta discretísima aventura con una empleada que servía en su propia versión de la Casa Blanca. Frank, en cambio, hacía alarde de sus aventuras extramatrimoniales. Se estaba cavando la fosa, en el sentido absoluto de la expresión.
Terminó de excavarla el día en que, en un arrebato de irracional machismo, golpeó a Constance, que estaba embarazada. Apenas enterado de este acto villano, el boss murmuró que algo debía hacerse con su pérfido yerno. No hizo falta más. Roy tomó el asunto en sus manos y nadie más vio un solo cabello de Frank Amato (entre otras cosas, la muerte produce alopecía).
El modus operandi de los muchachos era atrozmente simple: la víctima era conducida a un departamento, se le disparaba un balazo en la nuca utilizando una pistola con silenciador; inmediatamente se le cubría la cabeza con una toalla para contener la salida de sangre, mientras otro verdugo le clavaba un puñal en el corazón para evitar que siguiera bombeando. Inmediatamente era llevada al baño, donde se la desangraba en la bañera, tras de lo cual era descuartizada y empaquetada en bolsas de plástico, que se se colocaban en cajas de cartón. Destino final: el basurero municipal, controlado por la familia Gambino, donde desaparecía en medio de montañas de residuos descartables.
Después de la eliminación de Frank Amato, los muchachos de DeMeo se lanzaron a una guerra callejera por el control del tráfico de drogas en los bajos fondos de Nueva York, un negocio de millones de dólares mensuales. (Llegaron a tener almacenadas para su venta toneladas de marihuana, centenares de miles de tabletas de barbitúricos y grandes cantidades de cocaína.) Estaban yendo demasiado lejos. Big Paul murmuró que alguien debía parar a Roy. No hizo falta más. El 10 de enero de 1983 Roy no quedó parado sino doblado. Doblado en el baúl de su automóvil, posición que no es incómoda si se tiene la cabeza lastrada con plomo.
Fotografías de frente y de perfil de Roy DeMeo. El FBI investigaba al asesino desde principios de los años ‘80.
miércoles, 26 de diciembre de 2012
Roy DeMeo: Cuidaba a su familia
19:02
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