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jueves, 3 de enero de 2013

Mafiosos de leyenda: Johnny Torrio

La fama es, que diría Bukovsky, una zorra esquiva. La mayoría de la gente la desea, pero nunca la experimenta. Unos pocos de los que la disfrutan no habrían querido que fuera así, pero no lo han podido evitar. Y luego está una tercera familia de tipos, que son aquéllos que, concientemente, no quieren o no quisieron la fama. Por definición, nunca sabremos a cuántos de éstos alberga la Historia de los hechos pasados pues, como acabo de decir, estos no-famosos eligieron serlo, así pues están borrados de las memorias habituales.



Hoy quiero escribiros algunas líneas sobre uno de estos hombres. Un mafioso de leyenda al que raramente recuerdan las leyendas de mafiosos. Así lo quiso él y, sin embargo, lo que hoy conocemos como crimen organizado en los Estados Unidos habría sido otra cosa sin él. Desde muchos puntos de vista, Johnny Torrio inventó eso que la gente llama Mafia y, sin ningún lugar a dudas, inventó a uno de sus principales iconos: Al Capone.

Claro que antes de hablar de Johnny Torrio hay que hablar de Girolamo Colosimo. Imaginaos a Colosimo, más bien fibroso y embutido en un mono muy usado, barriendo las calles de Chicago en cualquier año de la segunda década del siglo XX. Ahí lo podéis ver, barriendo entre la nieve en los fríos inviernos en los que Chicago es un lugar verdaderamente hostil. Colosimo era un inmigrante más, uno más de los tipos que habían llegado rodando a Estados Unidos desde una Italia que más que un país parecía una fábrica de pobres, y había cogido uno de esos empleos que los americanos de toda la vida (de toda la vida posterior a los indios americanos, se entiende) no querían hacer.

Colosimo barría las calles. Lo cual quiere decir que pasaba un montón de tiempo con las personas que están todo el día en la calle. De entre los oficios callejeros, la prostitución es, probablemente, el más extenso, el que más gente concita. Jim Colosimo, que había dejado ya de llamarse Girolamo por ser éste un nombre bastante poco útil en la tierra de promisión, se pasaba, en efecto, los días y las tardes rodeado de putas. Las conocía a todas; a ellas y a sus chulos, que las vigilaban desde detrás del ventanal de cualquier cafetería. Así las cosas, tiene lógica que cuando la curiosa mente de aquel italiano comenzó a maquinar la forma de generar alguna riqueza más que la que le daba su magro sueldo municipal, pensara en ellas. Inteligente y hábil como era, sólo era cuestión de tiempo que madurase su idea. Una tarde llegó a casa y le anunció a su mujer, Victoria, que se había despedido en el Ayuntamiento. Pocos meses después, el matrimonio tenía ya un estatus económico bastante más que aceptable.

Colosimo inventó la casa de putas en Chicago. Se acabó eso de hacer la calle. El cliente de la prostitución, pensó el italiano, es cada día más refinado, y quiere cosas que no va a encontrar en semáforos, callejones y moteles aquí te pillo aquí te mato. Así que montó casas de citas con mucho estilo, regentadas por madamas profesionales (una de ellas su propia mujer, que venció rápidamente la repugnancia hacia el negocio) y que, además, daban un servicio de postín.

El Gran Jim, como todo el mundo acabó llamándolo, se convirtió en un auténtico experto del negocio de la prostitución. Montó una red de casas de citas y hacía que las chicas rotasen entre ellas, pero cuidándose de que la rotación las hiciese, tras algún tiempo, retornar a los mismos locales de origen. Colosimo sabía que el cliente del sexo quiere variedad, pero también guarda en la memoria sus mejores polvos y alberga el deseo de repetirlos algún día. Con su sistema de rotación, Jim Colosimo se garantizaba eso que podríamos denominar la fidelización del cliente; el que no volvía para probar otra, volvía por si volvía la que le había gustado.

De la prostitución, Colosimo pasó a los restaurantes y a las apuestas. Lo normal en un mafioso, aunque con un toque de distinción muy propio de este italiano tan detalloso: como ejemplo, la primera vez que el mítico tenor italiano Enrico Caruso cantó en Estados Unidos, lo hizo en el espectáculo de un restaurante de Jim Colosimo en Chicago.

En 1919, a él como a todos los de su clase, le tocó la lotería con la implantación en Estados Unidos de la Ley Volstead, por la cual se establecía la ley seca, es decir la prohibición de producir, vender y servir bebidas alcohólicas en el país. Aquello multiplicó el negocio por tres, y los beneficios por diez. Se ha calculado que, en los años de la Ley Seca, cada puñetera cerveza, cada vaso de whisky, dejaban al mafioso que los servía un beneficio limpio equivalente al triple de todos los costes, incluidos la fabricación, transporte, gastos del local, pagos a matones y pistoleros y sobornos de senadores, policías, concejales y magistrados. Colosimo se había hecho grande, y necesitaba lo que tienen todos los grandes criminales: un lugarteniente.

Se fijó en un tipo rechoncho que había nacido en Sicilia en 1887, que vivía en Nueva York y a quien todos conocían como Johnny Torrio.

Torrio habría crecido en Brooklyn como un auténtico bicho raro. Era listo, bastante estudioso y, de más mayor, ni fumaba, ni bebía, ni apostaba, ni follaba. Quizá era la consecuencia que le quedaba de los años adolescentes, en los que había llegado a estudiar para entrar en el seminario. Tenía, según decían quienes lo conocieron, un olfato increíble para los negocios; por qué no se dedicó a ellos por la vía legal y decidió desarrollarse en el mundo de las personas que apartan al competidor disparándole en las piernas, es un misterio. Pero lo cierto es que sus trabajitos para la mafia neoyorkina fueron tan finos que su relato llegó a Chicago, motivo por el cual Colosimo le fichó.

Antes incluso de que se aprobase la ley Volstead, Colosimo ya había montado algunas destilerías clandestinas. Torrio tomó esos activos y con ellos creó un emporio del alcohol ilegal, diseñado para diseminar su influencia por Chicago y el estado de Wisconsin. Sin embargo, pronto surgieron los problemas. El negocio ilegal siempre tiene competencia, y Chicago no era una excepción. En realidad, a principios de los años veinte el alcohol ilegal en Chicago no estaba tanto en manos de los italianos, como de los irlandeses. Todo el mundo decía entonces que un irlandés en América tenía apenas dos destinos: o ser delincuente, o ser policía; y no eran pocos los que dudaban de que la distinción estuviese clara. En todo Chicago eran famosos los restaurantes irlandeses con doble bodega: en la primera, las viandas; en la segunda, cajas y cajas de alcohol.

Y aquí llega la primera invención de Torrio. Porque la Mafia antes de Torrio estaba formada por pistoleros, por así decirlo, multifunción. Una banda que traficaba con alcohol tenía falsos camiones de leche que transportaban falsas botellas opacas de leche en realidad llenas de whisky, y los mismos tipos que fabricaban, acarreaban y vendían el alcohol venían a ser los que se liaban a tiros si había problemas. Torrio, sin embargo, comprendió que un crimen verdaderamente organizado necesita pistoleros que sólo sean eso. Le costó hacer entender a Colosimo que necesitaba ejércitos de muchachos que lo mismo se pasaban meses jugando a las cartas, pero que entraban en acción cuando hacía falta. De alguna forma, Torrio inventó los ejércitos de soldados mafiosos, como inventó el procedimiento de hacer traer soldados de otros estados para los trabajos más complicados, de forma que la investigación de los crímenes, ya de por sí dificultosa, se hiciera casi imposible.

Cuando Colosimo se convenció, Torrio partió a Nueva York para comenzar a montar su ejército. Se fue acompañado de otro tipo de su calaña, Frank Uale, que se hacía llamar Yale en América. Resulta curioso que Yale fuese el compañero de Torrio en aquel viaje si tenemos en cuenta que, algunos años después, Al Capone lo haría matar.

Torrio y Yale estaban en Nueva York para fichar al tipo más duro de la ciudad, y así lo hicieron. Desde el primer momento, su opción fue Alphonse Capone, napolitano, nacido el 17 de enero de 1899, hijo del honrado barbero Gabriel Capone y líder de una temible banda de matones, la Five Points Gang, que operaba en un barrio entonces existente en el Bronx, donde se las tenía que ver con matones italianos, polacos, irlandeses y judíos. A Capone ya le llamaban entonces Scarface o Cara Cortada por la cicatriz que le recorría la mejilla izquierda y que, según los relatos más probables, fue provocada por Frankie Galluci, otro matón como él con el que se peleó por una tía cuando tenía dieciséis años. No obstante, hay versiones que dicen que la herida se la hicieron durante la celebérrima pelea producida el 27 de mayo de 1915, cuando la banda de Gip el Sanguinario, siciliana, se dio de hostias con la Five Points y otras bandas de napolitanos (un poco al estilo de la pelea que se ve al inicio de Gangs of New York) en lo que en la Historia del hampa ha quedado denominado como «La batalla del Bronx».

Torrio estableció a Capone en el 2220 de la South Sabash Avenue de Chicago, como próspero y pacífico comerciante de muebles de segunda mano. Su función era, como se ha dicho, estar ahí, haciendo sus negocietes, esperando el momento en que su pistola fuese necesaria. Pronto lo fue pero, por mucho que Colosimo y Torrio esperasen que los problemas les llegaran del flanco irlandés, no fue así. Fueron los propios italianos los que quisieron echarlos.

Rocco Maggio y Tony Capellaro, en efecto, llevaban en Chicago algún tiempo más que Colosimo por lo que, cuando las destilerías de éste comenzaron a crecer como setas, se sintieron con derecho de darle una patada en el culo. Maggio y Capellaro eran un poco psicópatas y violentos, lo que le concedía una ventaja a Torrio; a Johnny le gustaba cometer ilícitos como al que más, pero también le gustaba invitar a senadores a sus restaurantes, untar a los jefes policiales, esas cosas. Tenía relaciones en las altas esferas, cosa de la que sus competidores carecían.

Por su parte los irlandeses estaban nucleados sobre todo alrededor de Dion O’Banion, otro personaje bastante parecido a Torrio, pues de noche se dedicaba a coordinar sus actividades criminales, pero de día atendía su negocio de flores, por las que sentía verdadera pasión. Madrugaba para abrir la tienda, algo que la gente nunca pudo explicarse bien, pues pasaba la noche entera de pie.

Eran tres grandes organizaciones creciendo constantemente. Pronto, la ciudad se les quedó pequeña. La cuerda acabó por romperse por el lugar más predecible, es decir Rock el violento. Fue, en efecto, Maggio quien desató las hostilidades. Ya había dejado sus intenciones claras en el primer asesinato de las bandas que se recuerda en Chicago (el del panadero Anthony D’Andrea), en el que no sólo murió la víctima, sino que también el ejecutor, un pistolero irlandés llamado Phil Casey, apareció en una cuneta criando gusanos.

Lo siguiente que hizo Maggio fue incrustar quince balas en uno de los batientes de la puerta de entrada de la casa de Colosimo cuando éste estaba entrando en ella. El mafioso salió ileso del atentado de milagro, y dobló la vigilancia. Luego se marchó de la ciudad a casarse (se había divorciado de Victoria), viaje del que regresó el 11 de mayo de 1920.

A primera hora de aquel día, Jim estaba sentado ante su mesa de trabajo cuando recibió la llamada de un amigo llamado Jim O’Leary, quien le ofreció un cargamento de cerveza cuyo precio podían discutir a las cuatro en el restaurante de Colosimo. Éste dijo que sí y estaba en dicho restaurante a la hora indicada, aunque no para comprar cerveza, sino para ver entrar a cuatro hombres con metralletas que se lo apiolaron en menos tiempo que el que me dura a mí un cruasán.

Todas las sospechas recayeron en Maggio. Ciertamente, el crimen lleva su firma. Sin embargo, hay un dato que siempre ha intrigado a los investigadores. En mayo de 1920, Al Capone ya era el guardaespaldas de Colosimo. Desde el primer atentado, no se separaba de él ni para mear. Pero, entonces, ¿por qué no estaba con él aquella tarde?

También pudo ser, desde luego, Dion O’Banion, el tercero en discordia.

Y aquí es donde Torrio vuelve a innovar.

¿Recordáis la primera parte de El Padrino? ¿Recordáis la jugada maestra de don Vito Corleone tras el asesinato de su hijo Sonny (por cierto: Capone también llamaba Sonny a su hijo)? Hace ver que no quiere más muertes, hace ver que se ha dado cuenta de que es necesaria la paz entre bandas, aunque en realidad está preparando una venganza.

Pues bien: Torrio fue personalmente a encargar las coronas mortuorias de su jefe… a la floristería de O’Banion.

Fue un gesto de paz, de concordia. Fue el primer intento serio por poner un poco de orden en el por definición caótico mundo del crimen. Fue el primer paso del llamado Sindicato del Crimen, en buena parte idea del propio Torrio, un sistema basado en el consenso entre criminales, en el reparto civilizado de áreas de influencia, y en la protocolización del asesinato, que ya sólo podría cometerse bajo autorización del Consejo de mafiosos. Torrio fue, en efecto, el primer mafioso que reaccionó a una agresión tendiendo la mano.



Eso sí, en menos de cinco años después de aquel gesto, el pupilo de Torrio, es decir Al Capone, había acabado con O’Banion y con su lugarteniente Hymie Weiss y había puesto fuera de la circulación al otro, Bugs Moran; pero ésa es otra historia, la de Capone, que tal vez contemos algún día.

La documentación policial de aquella época incluye algunos soplos de confidentes según los cuales el propio Torrio habría organizado el asesinato de Colosimo. La idea no es completamente descabellada. A Colosimo le gustaban mucho las fiestas, los polvos de variada naturaleza y el cachondeo; los buenos mafiosos son austeros y aparecen poco (de hecho, el Sindicato del Crimen acabaría dando la espalda a Capone precisamente por lo visible que era). Para los planes del neoyorkino, el pizpireto jefe era un estorbo.

Pocas semanas después del asesinato de Colosimo, Torrio convocó una cumbre de bandas en la que no se recató de criticar los errores de su jefe en el pasado y de repetir, machaconamente, la idea de que había suficiente para todos sin por ello tener que matarse ni matar policías, que era algo que siempre les creaba problemas. La mentada cumbre produjo, en efecto, un acuerdo y una bajada de la tensión, aunque corta.

El terreno de actuación de la banda de Torrio/Capone había sido siempre el South Side de Chicago. Ahora, querían extenderse por el barrio más al oeste de la ciudad, llamado Cicero. Pero no eran los únicos que habían puesto los ojos en esa área nueva de la ciudad, crecientemente próspera. Especialmente los irlandeses. Y aquí fue donde el matrimonio entre Torrio y Capone se rompió. El primero quería negociar, repartir (más bien deberíamos decir: quería negociar todavía). Torrio prefería, al menos de momento, la transacción, quizá porque sabía que O’Banion, a pesar de apoyarse en dos tipos de tiro fácil como Weiss y Moran, era de su misma pasta. Capone quería cargarse a los irlandeses uno por uno y ya.

Una mañana de enero de 1926, Johnny Torrio salió de casa con su esposa para hacer algunas compras. Cuando salían de los grandes almacenes, cargados de paquetes, justo al ir a abrir la puerta de su coche, otro pasó por la calle a toda velocidad y, desde el mismo, una o varias personas dispararon ráfagas de metralleta.

Según algunas versiones, el de Torrio fue el atentado más raro de la Historia del crimen organizado en Estados Unidos. Porque los pistoleros no le dieron; ni una bala. Ni a su mujer. Por no dar, no dieron ni en el coche. Según esta versión, dispararon cerca, pero al aire. Otras versiones hablan de que resultó herido de varios disparos, pero yo la considero poco creíble teniendo en cuenta que su mujer, que estaba a su lado, salió al parecer ilesa, y una ráfaga de ametralladora no puede ser precisa.

Johnny Torrio pasó unos pocos días en su casa de Chicago, tiempo durante el cual sólo se entrevistó con Capone. Y, pasados dichos días, se marchó en tren a Nueva York y en barco a Italia, y jamás volvió a Chicago.

Quién disparó contra Torrio, con tan mala puntería, nunca se ha sabido. El único hecho cierto es que el principal ganador de la decisión de Torrio fue Al Capone, quien se quedó con toda la organización de Chicago y a partir de ahí viviría cinco años intensísimos que labrarían su fama.

La fama que Johnny Torrio nunca quiso para sí, quizás porque era un mafioso atípico; un mafioso que prefirió la vida sin fama a ser un famoso acribillado a mediana edad.

Torrio, es, por último, una especie de Cid mafioso que gana batallas después de muerto. Regresó a EEUU en los años treinta para declarar en el juicio contra Capone. Estuvo en Nueva York, donde convenció a Charles Lucky Luciano de la bondad de su sistema de reparto de influencias entre bandas, su sistema pactista. Luciano supo ver la bondad de aquel sistema y, aconsejado por Torrio, acabó impulsando la creación del Sindicato del Crimen. 

Los 10 mafiosos italoamericanos que hicieron historia

Hubo un momento en la historia de Estados Unidos en el que casi todo lo que un norteamericano pagaba iba directa o indirectamente a las arcas de las grandes familias mafiosas. Dado su esquema de hermetismo vertical, se hacía casi imposible penetrar entre asociados, soldados y capos, hacia los verdaderos jefes de aquellas organizaciones criminales. Con sus intereses enraizados en negocios que iban desde el juego y la prostitución hasta el recojo de basura y la venta de abarrotes, estos transitaban las principales ciudades del país al amparo de un sangriento código de silencio heredado del viejo continente, la Omertà.
Hoy, con una sociedad estadounidense más madura, las operaciones policiales y la incompetencia de sus líderes han conducido al ocaso de la mafia; sin embargo, las estéticas de aquella edad de oro perduran en el imaginario colectivo impulsadas por los clásicos del cine y la literatura. Esta lista presenta a los italoamericanos que lograron abrirse paso en ese mundo hostil, en base a contactos, lealtades, lazos de familia y mucha, muchísima violencia, y cuyo legado, aunque criminal, salió de los bajos fondos para convertirse en leyenda.

10 y 9. Joe ‘The Boss’ Masseria (1886 – 1931) y Salvatore Maranzano (1886 – 1931)

Joe ‘The Boss’ Masseria.

Poco se habla hoy de estos dos, pero sus historias se encuentran en la base del crimen organizado en Estados Unidos. Cuando las estructuras de liderazgo verticales de la vieja Sicilia aún no se trasladaban a las caóticas calles neoyorquinas, ambos se abrieron paso a balazo limpio entre las bandas de inmigrantes que no tenían ninguna intención de mostrar respeto hacia los gángsters más experimentados.
Joseph Masseria escapó de Sicilia a los 17 años para evitar cargos de asesinato, asentándose en el Lower East Side, donde operaba la banda de su paisano Giuseppe Morello. Escaló posiciones rápidamente gracias a su brutalidad y hambre de poder, llegando a hacerse con el control de casi todas las actividades ilegales en la región. En 1929, Masseria ya tenía el estatus de ‘Jefe de todos los jefes’, pero su predilección por rodearse de pandilleros no sicilianos irritaba a algunos conservadores. Uno de ellos era Salvatore Maranzano.

Salvatore Maranzano.

Oriundo de Castellammare del Golfo, en Sicilia, Maranzano fue enviado por el jefe mafioso local, Don Vito Ferro, para plantarle cara a Masseria y defender la pureza de la organización en Nueva York. Aliado a otros gángsters, alrededor de febrero de 1930, inició el conflicto más sangriento en la historia de la mafia norteamericana, bautizado en honor a quienes lo propiciaron: la Guerra Castellammarese. Para 1931, Masseria había sido asesinado mientras echaba una meada, traicionado por sus propios aliados, y Maranzano era el nuevo ‘Jefe de todos los jefes’. El reinado de quien gustaba comparar su imperio del crimen al Imperio Romano duró poco. En septiembre, un hombre con una inacabable sed de poder que conoceremos luego planeó su muerte. Tras él, el hermetismo estructural y la prosperidad llegarían a la Cosa Nostra estadounidense.












8. Vincent ‘Vinny the Chin’ Gigante (1928 – 2005)

Vincenzo Gigante nació en el Bronx y fue de esos boxeadores grandotes que nadie quisiera enfrentar. Provisto de un gran mentón, disputó veinticinco peleas entre 1944 y 1947, y perdió cuatro antes de decidir que los bajos fondos le traerían mejores réditos. Empezó en la Familia que tiempo después adquiriría el nombre de Vito Genovese, su mentor. Cuando este recién aspirada a alcanzar el poder luego de una temporada en la que tuvo que huir a Italia por un homicidio, ordenó a Gigante asesinar al entonces jefe, Frank Costello. Pero la operación falló, dejando a la Familia al borde de una guerra intestina.
Tiempo después, cuando Genovese por fin se hizo con el control de la familia por medios pacíficos y heredó el imperio de las apuestas, las máquinas tragamonedas y los casinos flotantes de Costello, Gigante tuvo el camino libre al estrellato. Como capo mantuvo, junto a su hermano Mario, el control del Bronx y asumió el mando de la Familia Genovese con ‘Fat Tony’ Salerno como su segundo en 1981. En los últimos años de su vida se hizo famoso por esquivar a la ley fingiendo ser un esquizofrénico paranoico mientras recorría las calles de Greenwich Village en pijamas y conversando consigo mismo. En 1997, sin embargo, fue condenado a una docena de años y murió en la prisión de Springfield a los 77.

7. Santo  Trafficante Jr. (1914 – 1987)

Con el foco puesto en Nueva York y Chicago, muy pocos hablan de la vida de quien tuvo el control casi total del crimen organizado en la Florida. Santo Trafficante Jr. nació en Tampa con el destino marcado. Su padre, Santo Trafficante Sr., había escalado posiciones en la Familia Antonori, haciéndose con el control de gran parte del juego ilegal en la región. Cuando Ignacio Antonori murió, se quedó con su imperio. Sabiendo que debía tener un sucesor, envió al pequeño Santo Jr. a Nueva York para que aprendiera las maneras del crimen organizado de su amigo Tommy Lucchese. Al parecer, sintonizó bastante.
Santo Trafficante Jr. heredó el control de territorios como Miami, Fort Lauderdale y Palm Beach, principalmente en el campo de las apuestas ilegales. No contento con eso, Trafficante fue quien llevó la mafia italiana a Cuba. Durante el gobierno del dictador Fulgencio Batista, operó el Casino Internacional y el Sans Souci, y compartió intereses bajo la mesa con otras familias neoyorquinas en el Hotel Habana Riviera, el famoso Tropicana Club y el Capri Hotel, entre otros. Acabada la noche, los hombres de Batista recolectaban el 10% de las ganancias de estos establecimientos para Trafficante. Luego de la revolución, Fidel Castro expulsó todas las inversiones estadounidenses de la isla, incluidas las suyas. A pesar de estar involucrado en el escándalo de la Conferencia de Apalachin, nunca purgó condena en prisión.

6. Joseph Bonanno ‘Joe Bananas’ o ‘Don Peppino’ (1905 – 2002)

Joe Bonanno es uno de esos casos extraños en la mafia: logró retirarse, escribir su biografía y no murió asesinado, sino por causas naturales. Nacido en el seno de una familia de tradición criminal en Castallammare del Golfo, Sicilia, el pequeño Joseph llegó a Estados Unidos cuando apenas contaba tres años. Vivió diez en Brooklyn hasta que su familia decidió regresar a Italia para ver los negocios. En 1924, desembarcó ilegalmente en Tampa, Florida, escapando del fascismo y dispuesto a hacerse una carrera en el mundo del hampa.
La Prohibición fue una época de abundancia para muchas organizaciones que se dedicaron al contrabando de licor a lo largo del territorio estadounidense. Conocida como la ‘Volstead Act’, estuvo vigente desde 1920 hasta 1933, dejando montadas sólidas redes criminales. Con ella ascendieron Masseria, Maranzano y muchos otros de los más legendarios gángsters norteamericanos. Bonanno, por supuesto, se puso a contrabandear en la banda de su pariente lejano Stefano Maggadino, un hombre con muchos contactos en aquel momento.
Sus buenos reflejos y su capacidad organizativa le granjearon una buena reputación en las calles de Nueva York. Siendo conservador y coterráneo, se alineó con Maranzano en la Guerra Castellammarese, tras la cual asumió el mando del clan del difunto Salvatore. La Familia Bonanno, bautizada debido al extenso liderazgo de ‘Don Peppino’ (por Pepe, de su nombre original), tuvo que batallar para expandirse a Arizona, Colorado, California y Canadá, en las conocidas como ‘Banana Wars’. Joe fue tan respetado que pudo retirarse en paz a su casa de Arizona, donde escribió su libro Un Hombre de Honor: La autobiografía de Joseph Bonanno. A pesar de que contaba algunos entretelones de la organización, no respondió a las preguntas de los jueces evitando violar el código de Omertà. Murió de un ataque al corazón a los 97 años.

5. Albert Anastasia ‘Lord High Executioner’ (1902 – 1957)

Umberto Anastasio fue un hombre sanguinario entre los sanguinarios. Americanizó su nombre para no avergonzar a su familia y pronto se ganó el temible apelativo de ‘Lord High Executioner’. Fue uno de los que rodeó a Masseria en sus años de esplendor, algo que molestaba a los del clan rival debido a que era de Calabria. Anastasia dirigió Murder Inc., un grupo de asesinos judíos e italianos que operaba bajo órdenes de las grandes familias mafiosas. ¿Había que matar a alguien? Ellos eran los indicados para hacer el trabajo sucio. Encima, había para escoger: si se quería una muerte silenciosa, solía introducirse un picahielos en el tímpano hacia el cerebro, si se quería algo más escandaloso, una ráfaga de ametralladora o el desmembramiento eran los indicados. Solían reunirse a la espalda de una tienda de golosinas en Brooklyn. Ahí entabló amistad con el famoso asesino judío Louis ‘Lepke’ Buchalter, a quien luego tendría que matar por órdenes de arriba. Casos así no eran raros en la mafia, no se podían poner las amistades sobre los negocios.
Albert Anastasia llegó a la cima cuando, tras la misteriosa desaparición de los hermanos Mangano, tomó posesión de su Familia durante los años 50. Sin embargo, se movió mal, intentando establecer negocios de apuestas y tráfico de drogas en Cuba a espaldas de los que ya tenían el poder en la isla. Al parecer, esto molestó a varios altos mandos quienes, junto a un viejo rival, el napolitano Vito Genovese, ordenaron su muerte. En la mañana del 25 de octubre de 1957, Albert Anastasia fue repetidamente baleando mientras se relajaba en la barbería del Park Sheraton Hotel, en uno de los asesinatos más gráficamente cruentos de la historia de la Cosa Nostra. La vida de un hombre como él no podía acabar de otra manera.

4. Carlo Gambino ‘Don Carlo’ (1902 – 1976)

Con solo un metro setenta de estatura y una enorme nariz de gancho, el palermitano Carlo Gambino fue un Padrino al estilo de la película. Al mando de la Familia Gambino movía los hilos del crimen organizado con la sutileza y elegancia de una mente maestra. Supo moverse para llegar a la cima del poder: él fue uno de los que estuvo detrás del asesinato de Anastasia, pero tras bambalinas, haciendo que Vito Genovese apareciera como el gran responsable. Cuando este último iba a ser reconocido como el jefe con mayor poder, fue capturado por el FBI cuando supervisaba la entrega de un enorme cargamento de heroína en Atlanta. Don Carlo había movido bien sus fichas y, con el camino libre, reubicó a los aliados de sus principales enemigos en puestos de confianza, entre ellos, los poderosos Arniello Dellacroce y Paul Castellano.
Cuando Joe Colombo, jefe de otra de las familias de Nueva York, amenazó su reinado, orquestó su asesinato. Falló, pero lo dejó en coma hasta el final de sus días. La policía, sin embargo, encontró responsable a su rival, Joe Gallo. Así era Gambino. Se cuenta que en una oportunidad, un soldado de la Familia Colombo que operaba en Coney Island, Carmine ‘Mimi’ Scialo, comenzó a insultarlo en medio de un restaurante llevado por la borrachera. Don Carlo se mantuvo tranquilo, como era siempre, ante aquella falta de respeto. No dijo ni una palabra. El cuerpo de Scialo fue encontrado en un bloque de cemento en el Otto’s Social Club al sur de Brooklyn.
La vida de Gambino parece haber inspirado muchos de los rasgos del protagonista de la novela de Mario Puzzo. Por ejemplo, Don Carlo tenía la política de “Deal and Die”; si sus soldados traficaban con drogas, estaban muertos. Sin embargo, se sabe que tenía intereses en las grandes operaciones de heroína. Además, era audaz para los negocios: cuando ningún mafioso quería meterse con los bares gay, él hizo una fortuna regentándolos. Tras su muerte por un ataque al corazón, dejó al mando a su cuñado, Paul Castellano, salteándose varias reglas de jerarquía. Este nunca pudo estar a la altura del imperio formado por el muchachito que llegó de ilegal al país a los 19 años y nunca obtuvo la ciudadanía estadounidense.

3. Alphonse ‘Scarface’ Capone (1899 – 1947)

Su nombre habla por sí solo. Decían que los mafiosos napolitanos eran menos respetuosos de las jerarquías que los sicilianos, lo que hacía que tuvieran guerras y prácticas más sangrientas, pero menos seguras. Eso se cumplió con Al Capone. Hijo de un napolitano, nació en Brooklyn y se unió a la banda liderada por Giovanni ‘Papa Johnny’ Torrio que operaba en la picantísima zona de Five Points en Manhattan, Nueva York, luego de dejar el colegio a los 14 años. No estaba hecho para las aulas. Trabajando bajo el mando de Frankie Yale, Capone faltó el respeto a una mujer mientras supervisaba un negocio. El primo de esta le hizo tres grandes surcos en la parte izquierda de la cara, de ahí su apodo, el que Capone llevó con orgullo diciendo que eran “cicatrices de guerra”. Cuando Torrio y Yale vieron las ventajas de asentarse en Chicago, los tres emprendieron viaje con dirección oeste.
La brutalidad de Capone lo hizo escalar posiciones rápidamente en el Chigado Outfit (como se le conoce a la mafia de aquel estado). Con la llegada de la Prohición, el juego y las prostitución dieron paso al contrabando de licores, con lo que la ciudad se configuró en dos bandos antagonistas. Al norte, los irlandeses dirigidos por Dean O’Banion y al sur los italianos de Torrio. Naturalmente, estos no tardaron en enfrentarse. El primero en caer fue O’Banion, cuyos partidarios trataron de cobrar venganza con Torrio. Fallaron, pero el italiano se asustó y decidió retirarse. Dejó a Yale al mando, pero este fue asesinado.
Entonces, el sanguinario Capone hizo un movimiento ambicioso que pasaría a la historia: la Masacre del Día de San Valentín. El 14 de febrero de 1929, hombres de su banda vestidos de policías condujeron a 14 irlandeses rivales a un garaje y vaciaron sus ametralladoras sobre ellos. Lo que parecía un triunfo de los del sur, terminó construyendo la derrota del entonces ostentoso ‘Scarface’. La masacre fue tan mediática que el gobierno tuvo que hacer algo. Elliot Ness y su grupo de ‘Intocables’ lograrían encerrar a Capone bajo cargos de millonarias evasiones de impuestos. Recién en 1939 pudo salir, totalmente incapacitado de volver al ruedo y murió 8 años después habiéndose retirado a Palm Beach, Florida.

2. John ‘ Johnny Boy’ Gotti ‘The Teflon Don’ o ‘The Dapper Don’ (1940 -2002)

Cuando Gambino nombró a Paul Castellano como su sucesor, un joven con increíbles talentos criminales no quedó muy contento. El sucesor natural debía haber sido Arniello Dellacroce, segundo al mando, amigo del asesinado Albert Anastasia y, sobre todo, mentor de aquel muchacho. Pero Don Carlo decidió complicar las cosas y dejar a su cuñado como jefe. Sin embargo, Dellacroce se mantuvo leal a Castellano, apagando las ansias del joven de rebelarse y asesinarlo. Muerto aquél en 1985, John Gotti ya no tuvo quien frenase sus ansias de poder. El entonces capo comenzó a cocinar la muerte de su jefe desde los mismos cuarteles de la Familia en el Ravenite Social Club en Little Italy, Manhattan. Para colmo, el torpe Castellano había dejado que agentes del FBI infiltraran micrófonos en su mansión, terminando de escribir su sentencia de muerte. El asesinato se efectuó en diciembre de ese año y John Gotti tomó las riendas de la Familia Gambino, la más poderosa en aquel momento, con Salvatore ‘Sammy the Bull’ Gravano como su segundo.
Mientras los otros jefes intentaban siempre alejarse de los reflectores, Gotti se convirtió en una verdadera celebridad. Vestía trajes de lujo y siempre saludaba a la cámara con una sonrisa sarcástica. Es, quizás, el último mafioso que vivió sus reales años de esplendor pasado el blanco y negro. La sociedad norteamericana de la segunda mitad del siglo XX conoció –y llegó a querer– a un John Gotti a todo color, mientras, por debajo, sus hombres dominaban las calles de Nueva York. Su excentricismo hizo que los federales le pusieran el ojo, llevándolo a un juicio del que salió absuelto pagando a cuento juez hubo que sobornar. No obstante, el legendario Gotti, nacido en una familia italiana de trece hermanos en el Bronx, finalmente cayó traicionado por su mano derecha, Sammy the Bull. Gravano accedió a colaborar con el FBI en la acusación de su jefe y este fue condenado a cadena perpetua por 13 delitos, incluido el de asesinato. El último gran padrino murió en el hospital de la prisión de Springfield, Missouri en 2002.

1. Charles ‘Lucky’ Luciano (1897 – 1962) 

Sin dudas, la fama de los nueve nombrados ha trascendido sus vidas y ha pasado a ser parte de la fascinante historia de la Cosa Nostra. Sin embargo, si alguien fue quien más contribuyó a poner las bases de la edad de oro de la mafia cuya descripción abre esta lista, ese es Lucky Luciano. Nacido en Sicilia y crecido en el corazón de Little Italy –barrio de inmigrantes italianos en el sur de Manhattan –, dejó los estudios a los 14 años luego de ganar 240 dólares (casi 50 veces su salario semanal como portero) en un juego de dados y decidió ganarse la vida en las calles. Sanguinario pero perspicaz, Luciano no solo tenía todas las cualidades para triunfar en los bajos fondos, sino que además aprovechó los momentos indicados. Dedicado al contrabando de licores durante la Prohibición, se alineó en el bando de Masseria antes de la Guerra Castellammarese porque siempre estuvo en contra de las arcaicas tradiciones sicilianas, útiles para el espacio rural de la isla, pero ineficientes en la gran manzana.
Fue Luciano quien planeó la traición a Joe ‘The Boss’ y quien, luego de entender que Maranzano insistiría con la figura del ‘Jefe de todos los jefes’, planeó también su asesinato. Dos golpes casi sucesivos y liderados por él que lo dejaron con la cancha limpia para instaurar su nuevo sistema. Luciano había entendido que la figura de un único líder generaba demasiada envidia que no favorecía a los negocios. Estando en guerra, ningún mafioso podía preocuparse de hacer dinero si antes tenía que salvarse el pellejo. Lucky, quien se ganó su apodo y su desagradable apariencia luego de que saliera con vida de un brutal ataque policial, convocó a una reunión en Chicago. A ella asistieron los jefes de las familias mafiosas de todo el territorio estadounidense y engendraron la asamblea del crimen organizado que pasaría a la historia como La Comisión.
En ella tendrían asiento las Cinco Familias de la ciudad de Nueva York –de mayor poder criminal–, la Familia de Buffalo y el Chicago Outfit. El resto de clanes tendría representación mediante sus contactos con aquellos miembros. La Comisión se reuniría cada cinco años o cuando fuera necesario, para resolver las diputas entre las Familias y evitar los baños de sangre. De ahí salió el famoso régimen de las Cinco Familias retratado por Puzzo, que en la vida real se llaman, Bonanno, Gambino, Genovese, Lucchese y Colombo. Bajo la supervisión de La Comisión, la mafia norteamericana vivió sus años de esplendor, estirando sus tentáculos a todas las actividades comerciales imaginables y haciendo fortunas exorbitantes. Todo gracias a un visionario. Luciano tuvo tanto poder que ayudó, mediante sus contactos, en el desembarco aliado en Sicilia durante la Segunda Guerra Mundial, servicio por el cual se le canceló la condena que purgaba en Estados Unidos. Viajó a Italia y vivió ahí sus últimos años. Justo cuando iba a acordar con un productor cinematográfico para que pusiera su vida en la gran pantalla, le sobrevino un ataque al corazón.

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