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martes, 11 de octubre de 2016

El nacimiento del Sindicato del Crimen

En la totalidad de los tres scripts de El Padrino, nadie pronuncia una sola vez la palabra Mafia. Fue, al parecer, una imposición a Francis Ford Coppola, provocada por algún tipo de demanda en tal sentido, presentada por alguna de las varias asociaciones de italonorteamericanos que existen en Estados Unidos. Y es que la Mafia es un algo poderoso, a la vez que atractivo. Y bastante universal pues, a pesar de ser un fenómeno de nacimiento en Italia y desarrollo fundamentalmente en los Estados Unidos, su desarrollo a través de todo un subgénero fílmico ha hecho que, de una forma o de otra, todos sepamos un poco de los mafiosos.

Sin embargo, cuando uno lee libros en los que los mafiosos hablan en primera persona (os recomiendo, por ejemplo, Murder machine, escrito por Gene Mustain y Jerry Capeci, libro basado sobre todo en las confesiones de Dominick Montiglio, integrado dentro de la banda de Carlo Gambino; me temo que no hay versión en español), éstos se suelen burlar de esas pelis. Especialmente de El Padrino, saga que los mafiosos suelen considerar falsaria y exagerada. Por lo que yo sé, en parte no les falta razón. Todo parece indicar que en los argumentos inventados por Mario Puzo hay alguna que otra cagada. Por ejemplo, la matanza perpetrada por Joy Zasa (Joe Mantegna) en Atlantic City (El Padrino III); una acción que podrá servir para que Andy García se luzca montando a caballo cuando se carga a Zasa; pero que es, simple y llanamente, inconcebible dentro del Sindicato del Crimen.

Y es que el crimen organizado es algo bastante complejo de comprender. Una realidad dentro de la cual caben situaciones muy diversas y variadas, algunas de ellas incluso incongruentes. Las pelis, por necesidad, tienen que ser de lectura simple, y eso hace que cometan errores al describir esta realidad. La realidad está mucho mejor expresada, como casi siempre, en los libros.

Hoy quiero traeros aquí la historia, o lo que yo sé de la historia, de cómo nació el crimen organizado en los Estados Unidos.

El Sindicato del Crimen nació en 1932, en un hotel de Nueva York. Fue, fundamentalmente, invento de Albert Capone, el italiano que un día emigró de Nueva York a Chicago y, una vez allí, se dedicó a barrer pacientemente a las bandas irlandesas que dominaban la ciudad. Al Capone era un hombre extraordinariamente sanguinario, pero también era un calculador muy frío. En los años treinta, se dio cuenta de dos cosas: una, que la Ley Seca no duraría siempre, así pues los negocios no podrían basarse eternamente en el contrabando de alcohol. Y dos, que la Mafia tal y como se conocía hasta entonces estaba condenada al fracaso.

Los primeros mafiosos llegados a Estados Unidos eran los mafiosos sicilianos y, en menor medida, calabreses o napolitanos, que ya lo eran en Italia. Para los sicilianos, la creación de un Estado italiano unificado no fue muy buena noticia, así pues muchos tomaron las de Villadiego o, mejor dicho, las de Nueva York. Pero, una vez en EEUU, mantuvieron sus principales costumbres. La primera, el numerus clausus racial, esto es: nadie que no fuese siciliano podía entrar en la Mafia (y medio siglo después, la regla sigue vigente en Goodfellas, para mi gusto la mejor película jamás filmada sobre el crimen organizado). La segunda, la rivalidad entre bandas. Porque la ética mafiosa es la ley del más fuerte: si yo chuleo a mis prostitutas en la acera izquierda y tú chuleas a las tuyas en la derecha, entonces es claro que un día vamos a hacer tú y yo que las navajas hablen, y el que quede vivo chuleará las dos aceras.

En sus comienzos, además, las organizaciones criminales italianas no se organizaron demasiado. Son los tiempos de la denominada Mano Negra, a la que pertenece Don Fanucci, el mafioso a quien Vito Corleone se carga en sus primeros años en América, según se nos refiere en el flashback de la segunda parte de El Padrino. La Mano Negra no fue una organización como tal. Se la conocía así porque quienes escribían cartas extorsionando a los inmigrantes italianos las firmaban con un dibujo de una mano negra. Pero, en realidad, nunca hubo una organización centralizada, como demostró claramente el que quizás fue el primer policía de Nueva York que investigó seriamente a la Mafia: el teniente Joe Petrosino.

A Capone ninguna de las dos reglas de funcionamiento de la Mafia le servía. La primera, porque sabía que su fuerza se basaba en contratar para sí los mejores pistoleros, y el mejor pistolero no tiene por qué ser necesariamente siciliano. La segunda, porque un sistema de selección natural es, como dicen los mafiosos del cine, malo para el negocio.

En realidad, no fue exactamente Capone quien inventó el Sindicato. En realidad, según se dice, fue Johnny Torrio. Torrio fue, durante los años previos a la Ley Seca, un mafioso de medio pelo pero, sin embargo, con la llegada de la prohibición fue enviado a Chicago para gestionar allí los intereses de un capo conocido como Big Jim Colosimo. No obstante, Torrio quería volar solo y fue por eso que, tras unos tratos con su amigo Frankie Yale (en su día lugarteniente de Masseria) logró, digamos, quitarse de encima a Big Jim. Una vez que tuvo libertad de acción, se trajo a Capone a Chicago.

Fue durante aquellos años chicaguianos, cuando Torrio vivió en primera persona el estrecho cerco al que fue sometido Capone (entre otros por el famoso Elliot Ness y sus untouchables), cuando Torrio comenzó a maquinar la mejor manera de conseguir que la bofia dejase en paz a los mafiosos. Y llegó a la conclusión de que la solución estaba en matar lo menos posible; en hacer pasta pero sin dar demasiados problemas.

Así pues, Capone inventó el Sindicato del Crimen, que se basa en un crimen organizado, es decir en una estructura de criminales, respetada por todos ellos, en la que había un centro directivo formado por los cappi o jefes, que asimismo eran jefes de otros jefes, que eran jefes de otros jefes y estos de los soldados; un poco al estilo de las legiones romanas, nos dice Frankie Pentangelli (Michael V. Gazzo) en la segunda parte de El Padrino.

Las grandes novedades del Sindicato del Crimen, que lo hicieron superior a la Mafia, son dos:

1) Un estricto reparto de los territorios, merced al cual cada banda recibía la designación de ciertos lindes dentro de los cuales sólo ellos podían ejercer su actividad.

2) Una estricta regulación de los asesinatos. Nadie perteneciente al Sindicato podía ser asesinado por nadie sin permiso del Consejo Director, el cual solía concederlo después de un juicio en el que el acusado tenía las garantías habituales (alguien que lo defendiese, llamar testigos, etc.) Si recordáis, el psicópata Tommy de Vito (Joe Pesci) se mete en un lío de mil demonios en Goodfellas precisamente por cargarse a un miembro del Sindicato, Billy Batts (Frank Vincent; por cierto, un excelente actor de comedia, que en esta peli lo borda, porque nadie, absolutamente nadie, sabe dirigir actores como Martin Scorsese). Finalmente, Pesci será ejecutado y, tras volarle la tapa de los sesos, Vinnie (Charles Scorsese) declamará: «Venganza cumplida». O, lo que es lo mismo: a ver si te enteras, mamón, que en el Sindicato nadie mata a nadie sin permiso.

Para estos nuevos criminales, los mafiosi de toda la vida eran unos caducos. Los llamaban «los tíos de la barra de hierro» (por la afición que tenían a dar palizas con ella) o «los bigotudos» (porque, en un gesto ya entonces anticuado, solían llevar bigotes historiados, al estilo del que porta Daniel Day Lewis en Gangs of New York. Al frente de esta Mafia tradicional estaba primero Ignazio Saieta, más conocido como Il Lupo (El Lobo) y,más tarde, Giuseppe Masseria. Masseria llegó a la categoría de Amo de Nueva York al viejo estilo de la Mafia, es decir cargándose a sus oponentes, como hizo con Umberto Valenti. Sin embargo, lo que don Giuseppe no esperaba es que la oposición le fuese naciendo en su propio seno. Necesitado de lugartenientes para gestionar negocios cada vez más complejos, Masseria acabó seleccionado para ser su hombre en el bajo Manhattan a un siciliano con pocos escrúpulos llamado Carlo Lucania o, como le llamaban en América, Charlie Lucky Luciano.

Mientras trabajaba para Masseria, Luciano trababa conocimiento con otros mafiosos con nuevos criterios. Es el caso de Lepke y su socio Gurrah, o de la sociedad que ya entonces formaban el dandy Bugsy Siegel (que con el tiempo acabaría poco menos que inventando Las Vegas) y Meyer Lansky, personaje en el que está directamente inspirado el de Hyman Roth de la segunda parte de El Padrino (de hecho Lansky vivió, al final de sus días, una odisea muy parecida a la de Roth en la película, viajando de un país a otro y siendo expulsado de todos).

A Massseria le gustaba Lucky. Le sabía hacer la pelota y, además, era muy bueno en lo suyo. Así pues, solían cenar juntos. En abril de 1931, más o menos mientras en España nacía la II República, Lucky invitó a su jefe a cenar a uno de sus restaurantes preferidos, Scarpato's. Esa noche, Masseria comió como un elefante y bebió como Tiburcio. Casi ni se dio cuenta de que el restaurante se iba vaciando. Cuando ya estuvo vacío, Luciano se excusó y se fue al lavabo. Mientras se lavaba las manos, tres tipos entraron en el restaurante y le metieron a Masseria veinte balas en el cuerpo.

La Mafia había muerto. Y había nacido el Sindicato.

O no del todo. Para sorpresa de propios y extraños, y sobre todo de la Unione Siciliana fundada por Luciano y que era la sala de máquinas del Sindicato, un grupo de delincuentes se aferró todavía a la vieja guardia. Eran los llamados Greaser o Handlebar Guys, y estaban dirigidos por un tipo terrible: Salvatore Marrizano, a veces conocido también como Maranzano.

Al principio, Charlie Lucky Luciano creyó a Maranzano cuando éste le prometió una especie de no beligerancia. Pero entonces estalló uno de los grandes conflictos de los negocios criminales de aquellos tiempos, es decir el conflicto de la Amalgamated, donde varias facciones, cada una apoyada por distintos pistoleros, lucharon por hacerse con el control de aquella empresa, que era una especie de Zara de la época. Una de las facciones, la de Philip Orlovsky, contrató a una de las bandas del Sindicato, la de Lepke. Sydney Hillman, el otro contendiente, respondió contratando a Maranzano. Hubo tiroteos. Quedó bastante claro que éste estaba intentando hacerse con todo el pastel.

Las tres partes de El Padrino tienen varias cosas en común. Quizá el nexo más claro es que todas las películas, las tres, terminan con una matanza, con una serie de acciones en las que muere un montón de gente, en general de mala manera. Yo estoy convencido de que esas matanzas de final de película las inventó Mario Puzo inspirándose con la matanza del 11 de septiembre de 1931, la más audaz operación jamás organizada por la fría mente de Luciano.

El 11 de septiembre por la tarde, cinco hombres penetraron en las oficinas de Salvatore Maranzano en el Grand Central Building de Nueva York. Comandaba la partida uno de los tipos más sanguinarios de aquella partida, Bo Weinberg, el siniestro pistolero de Arthur Fregenheimer, más conocido como Dutch Schulz. Lo acompañaban un asesino de la banda de Sieger y Lansky y otros dos sicarios de Longy Zwillman, magnate de los bajos fondos de New Jersey, más un quinto hombre que no fue identificado. O sea: el Sindicato del Crimen en estado puro. Varias bandas colaborando para acabar con otra.

Los cinco hombres se hicieron pasar por policías. Los doce guardaespaldas de Maranzano se dejaron colocar de espaldas a la pared. Varios de los asesinos entraron entonces en el despacho de Maranzano, le pegaron dos tiros y le cortaron el cuello.

Más o menos en el momento en que esto estaba ocurriendo, entre treinta y cuarenta jefes menores de la vieja Mafia estaban siendo asesinados en distintos puntos de Estados Unidos. Luciano había cumplido su palabra. Los Greaser habían dejado de existir.

Finalmente, el Sindicato del Crimen quedó formado (en Nueva York; además, hay que tener en cuenta a Capone) por los denominados Seis Grandes aunque, en realidad, eran siete:

En primer lugar estaba Frank Costello, considerado el jefe, un hombre que había hecho una gran fortuna con la Ley Seca y que tuvo la inteligencia de ver antes que nadie las posibilidades de explotar el negocio del juego. Se trasladó pronto a Nueva Orleans, desde donde comandaba el sindicato.

Luego estaba Charlie Lucky Luciano, el poder mafioso por definición, el fundador de la temible Unione Siciliana.

Joey Adonis, un auténtico especialista en cultivar las relaciones políticas.

Lepke y Gurrah, asesinos a sueldo que, además, explotaban el negocio de la extorsión a empresarios.

Bugsy Siegel y Meyer Lansky.

Abner Longy Zwillman.

Y, por último, Dutch Schultz.

Pero Schultz moriría pronto. Y moriría a manos de ese Sindicato al que pertenecía. Y la razón de que lo matasen fue que quería matar... a un fiscal que estaba metiendo mafiosos en la cárcel.

¿Difícil de entender? Bienvenidos a la poliédrica realidad del crimen organizado.

A ver si un día tengo tiempo y ganas, y vosotros paciencia, de escribiros la increíble historia de Dutch Schultz y, quizá, de algún otro mafioso de leyenda.

Mafiosos de leyenda: Dutch Schultz

El crimen organizado es una actividad que ha dado para tanto que atesora todo tipo de mitos. Existe el mito del mafioso listo y el del mafioso tonto, el del chico con suerte y el del desgraciado. Y existe, cómo no, el mito del mafioso brutal, echado para adelante. De entre este tipo de mafiosos, probablemente Arthur Flegenheimer, más conocido como Dutch Shultz, es el más famoso. Schultz era sanguíneo, impulsivo y falto de escrúpulos. Tenía muy claro lo que significaba ser un criminal y el tipo de cosas que has de hacer cuando te apuntas a esa movida. Lo curioso de su historia es que, finalmente, murió precisamente por sus actividades criminales, lo cual no es nada anormal; pero a manos de otros criminales, lo cual, creo yo, sí que merece una explicación.



En 1933, la estrella de Dutch Schultz parecía apagada para siempre. Meses atrás, el Holandés (Dutch significa precisamente eso: holandés) había tenido que salir por patas de Nueva York, perseguido por la más eficiente maquinaria antiMafia de los Estados Unidos en la primera mitad del siglo XX: el IRS, Internal Revenue Service o, como lo llamamos aquí, la Agencia Tributaria. Ya sabemos bien que la evasión de impuestos fue la inesperada puerta para trincar a muchos mafiosos; así fue, por ejemplo, como los federales lograron meter en la trena a Alphonse Capone. Además, por lógica, el delito fiscal era mayor cuanto más grande era el mafioso, y el Holandés era un criminal king size.

Como todos los mafiosos de aquella época, Schultz había hecho mucho dinero con el contrabando de alcohol. Sólo entre 1929 y 1931, la policía calculó que la venta de cerveza le había dejado, después de gastos, 481.000 dólares limpios de la época, cifra que hoy deberíamos multiplicar bastante. Además de eso, la banda de Schultz se dedicaba al más viejo oficio mafioso, la protección, y a la lotería conocida como de los números.

Flegenheimer nació en 1900 y era hijo de un hombre que poseía un saloon en el Bronx. Su madre era extraordinariamente religiosa y, al parecer, nunca logró superar que su querido hijo se dejase seducir por el lado oscuro de la Fuerza. A los diecisiete años, Schultz ya dio con sus huesos en la cárcel durante quince meses a causa de un robo. Fue al salir de aquella trena, fogueado en el hampa y convertido en un matón, cuando la gente empezó a llamarle Dutch Schultz, que era asimismo el nombre de un matón de una especie de banda del Bronx, la de Frog Hollow, a quien la gente tenía por tipo especialmente cabrón.

Schultz formó su propia banda en compañía de un personaje muy parecido a él, Joey Rao, quien acabó implicado en uno de los asesinatos más impresionantes que recuerda la ciudad de Nueva York: el del comisario de elecciones Joseph Scottoriggio, quien fue apaleado hasta la muerte en Harlem, en plena calle y a la luz del día, en 1946. Preocupados por la cercanía del fin de la prohibición, que dejaba a estos como a otros mafiosos sin negocio, el Holandés y Rao se aliaron con los grandes magnates del juego en Nueva York, Dandy Phil Pastel y su jefe, el famoso mafioso Frank Costello. Además del juego, Dutch se introdujo en el negocio de extorsionar a los restaurantes y en la lotería de los números. Además, tenía un equipo de lucha libre y caballos, además de poseer clubs nocturnos. Su banda de matones era de lo mejorcito de Nueva York; podían partirle la cara a cualquiera sin problemas. Y, por supuesto, con tanto dinero, al Holandés no le faltaban amigos en los estamentos políticos.

Aún así, Schultz era famoso entre los mafiosos por ser un cabrón. Un cabrón entre cabrones. Cualquiera que haya visto buenas pelis de la Mafia o haya leído libros habrá descubierto que los mafiosos siempre quieren creer que propugnan un orden propio, una especie de estado de cosas que en el fondo controlan (aunque ese estado de cosas suponga cargarse de vez en cuando a alguien). En este terreno, Schultz encajaba mal porque era un estafador nato. Sus licores eran todos de garrafón e, incluso, hizo algo increíble como es tratar de manipular la lotería de los números.

Los números era, en aquellos años difíciles de la depresión, la gran distracción, y al mismo tiempo la gran ilusión, de la gente pobre de Nueva York. Para muchos desheredados, blancos y negros, aquella era la única oportunidad de dejar de ser una puta mierda. La lotería de los números funcionaba con las apuestas de las carreras de caballos. De esta manera, el boleto premiado salía de un hecho aleatorio, como era la dinámica de apuestas a caballo ganador, segundo y tercero de determinadas carreras.

Pues bien: Flegenheimer, no contento con ganar la parte normal de la banca, se puso a pensar sobre cómo conseguir que dicha parte fuese mayor. Dado que no era un tipo exento de inteligencia, dio en pensar que alguien que fuese una fiera en las matemáticas podría calcular de qué forma conseguir que el número final ganador resultase ser el que la gente había jugado menos. Así que contrató a un matemático, Abbadabba Berman, que era capaz, minutos antes de cerrarse las apuestas, de calcular a qué caballos había que meterle dinero para que las combinaciones de las apuestas se moviesen de forma que los números resultantes fuesen los menos frecuentes. Era, pues, una lotería amañada en la que el Holandés estafaba millones de dólares a un ejército de obreros y parados.

En eso llegó Hacienda.

A los señores de los impuestos los sufrimientos de los desempleados se la traían floja. Decidieron empurar a Schultz por la pastizara que había cobrado sin pagar un níquel al Tío Sam. Schultz se vio repentinamente obligado a huir. Contrató a un ejército de abogados cuyo principal objetivo sería conseguir que su cliente no fuese juzgado en la ciudad de Nueva York, donde mucha gente le conocía y se sabía de las palizas que tenía a bien regalar de cuando en cuando a todo aquél que no se avenía a sus deseos. Finalmente, los leguleyos consiguieron su objetivo, y la vista del caso el Pueblo contra Flegenheimer se trasladó a Siracusa. Una vez conseguido esto, y tras año y medio debajo de la tierra, Schultz reapareció en el mundo de los vivos, se fue a Siracusa, y se convirtió en una especie de ONG con sombrero. Si en Siracusa había un niño con muy buenas notas que no podía ir a la universidad, el Holandés le pagaba una beca; si había una farola rota, él la reparaba; si una iglesia que no tenía dinero para reparar la techumbre, por ahí aparecía el mafioso y apiolaba los dólares que hiciesen falta. Y los periódicos, también convenientemente enervados, lo publicaban todo. Corolario: cuando se vio el juicio, el jurado fue incapaz de alcanzar un veredicto.

Los abogados de Schultz, envalentonados, lograron enviar la revisión del proceso a donde Cristo perdió los palos de golf: a la pequeña localidad de Malona, en Nueva Jersey, en el límite del Estado. Lógicamente, Schultz repitió la jugada, gastó dinero a manos llenas, visitó hospitales, besó bebés y lo que hizo falta.

Y salió absuelto, claro.

Una vez libre como un pajarillo, Flegenheimer se estableció en Newark, cogió el teléfono y llamó a Bo Weimberg. Weimberg era uno de sus lugartenientes y la persona a la que el Holandés había dejado al cargo de la banda en su ausencia. Con voz temblona, Weimberg le informó de la verdad: su banda ya no existía. El Sindicato se la había quedado.

Ya hemos dicho que Schultz no era muy respetado entre los mafiosos. Esto es tan así que cuando los jefes mafiosos crearon el Sindicato del Crimen, es decir la organización dentro de la cual las bandas se repartían territorios y montaban un sistema para no matarse entre ellas, él no fue llamado a la reunión: lo consideraban demasiado impulsivo y rompehuevos como para formar parte de esa partida. Cuando Schultz tuvo que salir de Nueva York cagando virutas, todo el mundo pensó que no lograría volver. Así pues, los distintos mafiosos se repartieron su banda. Los hombres del Sindicato fueron a ver a Weimberg y le ofrecieron repartir todos los pistoleros de Schultz entre las bandas existentes, y éste aceptó. Los dos principales beneficiarios del reparto fueron Lepke, que quedó con el negocio de la extorsión; y el famosísimo Charles Lucky Luciano, que se quedó con las tiendas de apuestas en la lotería de los números.

El Holandés, sabiendo a quien se enfrentaba, apretó los dientes y empezó de nuevo. Pero, claro, como no le importaba rifar hostias, finalmente acabó saliendo adelante. Y así llegamos a los principios de 1935, cuando un escándalo sacude los juzgados de Manhattan. En los mismos, una investigación relativa a la lotería de los números parece llegar a acusaciones gordas para gente importante. Automáticamente el fiscal del distrito, William C. Dodge, retira del caso al fiscal que estaba obteniendo las pruebas y comienza a dedicarse a esa actividad que en España denominamos marear la perdiz. En un movimiento bastante poco habitual, el jurado reaccionó solicitando que Dodge fuese apartado del caso. Y así fue como llegó a su primer caso contra el crimen organizado un joven fiscal de prometedora carrera, tan prometedora que acabaría siendo nada menos que candidato a ocupar la Casa Blanca: Thomas E. Dewey.

Dewey y Schultz ya se conocían. El abogado había participado en el caso por evasión fiscal que casi escalabra al mafioso, y éste lo sabía. Ahora, Dewey quería meter la zarpa en el asunto de los números, que era, después del expolio que le había hecho el Sindicato, su gran fuente de pasta.

Otros criminales más sutiles habían pensado soluciones más sutiles. Pero no Flegenheimer. El Holandés era lo que era, así pues llegó a la conclusión más directa. ¿Me molesta Dewey? Pues, vale: me lo cargo.

Fue entonces cuando Schultz se acabó por enterar de que existía el Sindicato del Crimen. Porque una de las reglas del Sindicato era que nadie podía matar a nadie (entiéndase personas importantes y tal) sin permiso del Sindicato. Enterados los mafiosos de las intenciones del Holandés, se convocó una reunión en Nueva York para decidir si Schultz se podría cargar a Dewey. Al Holandés le sentó tan mal aquella historia que se presentó en la reunión, a pesar de que se celebró en Manhattan, un lugar que no podía pisar por orden judicial.

En el meeting no hubo fumata blanca. Algunos mafiosos querían cargarse al fiscal, otros no. Así pues, el consejo hizo lo que hacen todos los consejos cuando se empantanan: dar una patada a seguir, declarar que hace falta pensar más profundamente la cosa, y quedar para una semana después. Schultz estaba fuera de sí. Pero algo consiguió. Consiguió convencer al Sindicato de que, caso de que una semana después la decisión fuese matar a Dewey, deberían haberlo vigilado antes para apreciar la mejor ocasión para ello. Así pues, los mafiosos aprobaron que el fiscal fuese vigilado durante esos siete días.

La tarea le fue encomendada a Albert Anastasia, rey de los docks de Brooklyn. Anastasia colocó un hombre frente a la casa de Dewey paseando con un niño prestado. De esta manera, los mafiosos pudieron saber que el fiscal era hombre de costumbres muy fijas, de forma que salía de su casa todos los días a la misma hora, acompañado por dos guardaespaldas, y paraba dos manzanas más allá en un drugstore, donde se metía unos minutos en la cabina telefónica para llamar al despacho. No lo hacía desde casa porque sospechaba que, a causa del caso que llevaba, su teléfono podría estar pinchado por los mafiosos. Dado que entraba solo en la tienda, se decidió que ése sería el momento de matarle. El asesinato iba a cometerse con una pistola con silenciador, y el dependiente entraba en el lote. Una vez hecho el trabajo, el asesino tendría mogollón de tiempo para huir tranquilamente, antes de que los guardaespaldas comenzasen a mosquearse o entrase otro cliente.

La reunión aplazada, sin embargo, no salió como Schultz esperaba. Con gran pericia, Lepke y Luciano convencieron a sus correligionarios que de Dewey, al ser un fiscal con competencias en Manhattan, apenas podría tocar una pequeña parte de su negocio; así pues, era ilógico exponerse a un gran peligro matando a un fiscal de los Estados Unidos cuando lo que estaba en peligro no era tanto.

El Holandés era demasiado impulsivo para aceptar una decisión como ésta. Así pues, decidió matar a Dewey él solo, en cualquier caso. Y no sólo hizo eso, sino que fue por ahí contando lo que iba a hacer. Sí, era un chulo. A los chulos siempre les pierde lo larga que tienen la lengua.

Así las cosas, el Sindicato decidió que tenía que cargarse a Schultz, para con ello salvar al fiscal que estaba intentando empurarlos. Verdaderamente, el mundo al revés.

El trabajo fue encargado a dos pistoleros de Lepke, Charlie Bug Workman y Mendy Weis. El trabajo no era fácil porque Schultz se dejaba ver poco y casi siempre era en un lugar de Newark llamado Palace Chophouse, donde despachaba sus asuntos en una habitación con una sola entrada, muy sencilla de proteger. En la operación actuó un tercer hombre, que hizo de chófer, que al parecer tenía el mote de Piggy.

Schultz había decidido matar a Dewey en la mañana del 25 de octubre de 1935. La noche del 23, en un sedán negro, los tres asesinos del Sindicato se dirigieron a Newark en un sedán negro, que aparcaron delante del Palace Chophouse a eso de las diez de la noche.

Quien entró en el bar fue Bug Workman, un experimentado y frío pistolero. Recorrió el bar tranquilamente, espiando los lugares desde donde podría ser atacado una vez que comenzase la tangana. Dentro de sus comprobaciones, hizo algo que un asesino a sueldo siempre hace: entrar en los baños, para ver si hay alguien dentro (cuando empiezan los disparos, lo más difícil es controlar a alguien que salga del baño disparando, así que lo mejor es cerciorarse de que está vacío).

Dentro del baño, Workman encontró a un hombre meando. Se miraron. A Workman le pareció levemente familiar. Se mosqueó. Sabía que aquel bar estaba lleno de asesinos como él. En esas circunstancias, la mejor garantía era disparar primero. Así que Bug aprovechó que el otro tipo tenía aún prácticamente la chorra en la mano y le disparó.

Cuando salió del baño, el bar estaba vacío. El personal se había hecho agua al oír los disparos, con la excepción del barman, que se había metido debajo del mostrador. Tranquilamente, avanzó hacia la habitación de Schultz y abrió la puerta. Dentro encontró a tres personas. Le estaban esperando, y empezaron a disparar. Lo que distingue a un pistolero experimentado del resto de las personas es su sangre fría. A los demás, si nos disparan nos vamos de bareta; sólo alguien que ha matado mucho sabe conservar la calma, dar un paso atrás, apuntar tranquilamente. Y matar.

Por increíble que parezca, Workman mató a sus tres agresores. Eran Lulu Rosenkranz, chófer de Schultz; Ab Landau, matón de la banda; y Abbadabba Berman, el genio matemático.

Sólo cuando salía del bar, preocupado por no haber cumplido la orden, cayó Workman en la cuenta de que sí lo había hecho. De eso le sonaba el tipo del baño. El primer agredido era, efectivamente, Dutch Schultz.

Schultz vivió aún 24 horas tras los disparos. A lo largo de ese tiempo, en una ocasión, mientras era interrogado por la policía sobre quién le había disparado, informó, enigmáticamente: «el amo en persona». Todo parece indicar que murió sin tener ni puñetera idea de quién le había disparado.

Cosas curiosas que tiene la vida. Lepke fue uno de los mafiosos del Sindicato del Crimen que más porfió por conservar la vida de Thomas E. Dewey. Y, años después, sería en las manos de Dewey, como gobernador, donde estaría la vida de Lepke, condenado a muerte.

Pero la historia de aquel juicio, y de la decisión final de Dewey, es otra historia. Por hoy, basta de rollo.


martes, 5 de julio de 2016

Un narco peruano en Nueva York

La historia no contada de Eduardo Balarezo, el ex marino que se convirtió en el primer narcotraficante a escala mundial desde Nueva York.


La coca trae fama. El primer narcotraficante que dirigió una organización internacional desde La Gran Manzana fue un peruano llamado Eduardo Balarezo. Nacido en Lambayeque el 13 de octubre de 1900, el ex oficial naval se convirtió en un capo de la droga en los años 40. Era de respetable talla, porque trataba de tú a tú al mafioso italiano Lucky Luciano.
Paul Gootenberg, profesor de historia de la Universidad Estatal de Nueva York, confirma quién era Balarezo en el libro Andean cocaine: the making of a global drug. Según Gootenberg, Balarezo era una figura de las grandes ligas del crimen organizado en los Estados Unidos, antes de que existieran los carteles de México y Colombia.
La fortuna no es eterna, mucho menos en el negocio del narcotráfico. Balarezo se hizo rico de la noche a la mañana y llamó pronto la atención. Los envidiosos y los soplones confabularon y lo delataron a la policía como el cabecilla de una banda que inundaba de cocaína exportada desde la selva de Huánuco a la ciudad de Nueva York. Las autoridades estadounidenses y peruanas acordaron asestarle un golpe. El jefe del Buró Federal Antinarcóticos (FBN, por sus siglas en inglés), Harry J. Anslinger, y el responsable de la Policía Antidrogas del Perú, el capitán Alfonso Mier y Terán, montaron una vasta operación en Nueva York y Lima, en agosto de 1949.
Balarezo tenía 48 años de edad, estaba casado con Carmen Caballero y era camarero del barco La Guardia, que visitaba puertos de Italia. Tenía mellizos y vivía a cuerpo de rey en Great North River, en Long Island.
Un cable de la agencia de noticias Associated Press del 19 de agosto de 1949 relata, citando al asistente del fiscal general, Joseph P. Martin, los resultados de la espectacular operación policial. Señala que la organización de Balarezo obtenía medio millón de dólares mensuales como ganancia. “Balarezo era el ‘cerebro’ de una organización que traficaba alrededor de 50 kilos de cocaína al mes, que vendía en los Estados Unidos entre US$ 9 mil y US$ 10 mil por kilo”, señala la agencia. Balarezo pagaba a ex compañeros de la Marina para que aprovecharan sus viajes al exterior y entregaran paquetes de cocaína. Pagaba US$ 1.000 por cada envío. En territorio estadounidense fueron arrestados con Balarezo otras 60 personas. Y en Lima, como se ha mencionado, otras 80. Era un grande del narcotráfico el peruano.
El capitán Alfonso Mier y Terán viajó especialmente a Nueva York para sumarse al operativo. Estuvo dos meses en la ciudad. Descubrió que al peruano lo seguía la policía desde hacía dos años e incluso había sido filmado. De hecho, la famosa revista Life, el 11 de junio de 1951, publicó un fotograma de la película de la vigilancia al narcotraficante peruano, en plenas negociaciones narcóticas en las calles neoyorquinas, el 2 de marzo de 1949. Contaba con otros cómplices peruanos que vivían en La Gran Manzana, de allí que después de la detención prosiguieran otras decenas de arrestos.
Como era de esperarse, la prensa nacional ofreció amplia cobertura al caso, toda una novedad para la época. En Estados Unidos gobernaba Harry Truman. Y el general Manuel Odría en el Perú.
“Balarezo, el rey de la coca”, tituló la revista Pan, dirigida por Alfonso Tealdo, en su edición del 26 de agosto de 1949. “Eduardo Balarezo, en el país de los récords y de los magnates, pasa a ser una figura, una de las grandes figuras del hampa y de la delincuencia mundial. Balarezo marchaba a grandes pasos en pos del cetro que dejaron abandonados Al Capone y Lucky Luciano”, detalló la publicación de Tealdo, quien –sustentándose en información de las autoridades norteamericanas– atribuyó vinculaciones políticas a Balarezo con el Partido Aprista Peruano de Víctor Raúl Haya de la Torre, en ese momento asilado en la embajada de Colombia de Lima debido al golpe de Estado encabezado por Odría.
“Según las declaraciones del fiscal (norteamericano Joseph P.) Martin, Balarezo entregó al jefe del Apra, Víctor Raúl Haya de la Torre, la suma de 60 mil dólares y habría financiado el motín del 3 de octubre de 1948. (…) Su objetivo era el de obtener el control de las aduanas del Perú. Un golpe maestro para garantizar el tráfico de cocaína”. No se presentaron pruebas, pero todo indica que la información la filtró la dictadura de Odría para justificar la represión y persecución a sangre y fuego contra los apristas. En todo caso, lo indiscutible es que Eduardo Balarezo edificó la primera organización internacional de tráfico de cocaína peruana desde Nueva York. El historiador Gootenberg señala que muchos olvidan que, antes de que existieran los capos colombianos y mexicanos, un peruano fue el primer monarca global de la droga. No es poca cosa. Balarezo se merece una película.

jueves, 3 de enero de 2013

Mafiosos de leyenda: Johnny Torrio

La fama es, que diría Bukovsky, una zorra esquiva. La mayoría de la gente la desea, pero nunca la experimenta. Unos pocos de los que la disfrutan no habrían querido que fuera así, pero no lo han podido evitar. Y luego está una tercera familia de tipos, que son aquéllos que, concientemente, no quieren o no quisieron la fama. Por definición, nunca sabremos a cuántos de éstos alberga la Historia de los hechos pasados pues, como acabo de decir, estos no-famosos eligieron serlo, así pues están borrados de las memorias habituales.



Hoy quiero escribiros algunas líneas sobre uno de estos hombres. Un mafioso de leyenda al que raramente recuerdan las leyendas de mafiosos. Así lo quiso él y, sin embargo, lo que hoy conocemos como crimen organizado en los Estados Unidos habría sido otra cosa sin él. Desde muchos puntos de vista, Johnny Torrio inventó eso que la gente llama Mafia y, sin ningún lugar a dudas, inventó a uno de sus principales iconos: Al Capone.

Claro que antes de hablar de Johnny Torrio hay que hablar de Girolamo Colosimo. Imaginaos a Colosimo, más bien fibroso y embutido en un mono muy usado, barriendo las calles de Chicago en cualquier año de la segunda década del siglo XX. Ahí lo podéis ver, barriendo entre la nieve en los fríos inviernos en los que Chicago es un lugar verdaderamente hostil. Colosimo era un inmigrante más, uno más de los tipos que habían llegado rodando a Estados Unidos desde una Italia que más que un país parecía una fábrica de pobres, y había cogido uno de esos empleos que los americanos de toda la vida (de toda la vida posterior a los indios americanos, se entiende) no querían hacer.

Colosimo barría las calles. Lo cual quiere decir que pasaba un montón de tiempo con las personas que están todo el día en la calle. De entre los oficios callejeros, la prostitución es, probablemente, el más extenso, el que más gente concita. Jim Colosimo, que había dejado ya de llamarse Girolamo por ser éste un nombre bastante poco útil en la tierra de promisión, se pasaba, en efecto, los días y las tardes rodeado de putas. Las conocía a todas; a ellas y a sus chulos, que las vigilaban desde detrás del ventanal de cualquier cafetería. Así las cosas, tiene lógica que cuando la curiosa mente de aquel italiano comenzó a maquinar la forma de generar alguna riqueza más que la que le daba su magro sueldo municipal, pensara en ellas. Inteligente y hábil como era, sólo era cuestión de tiempo que madurase su idea. Una tarde llegó a casa y le anunció a su mujer, Victoria, que se había despedido en el Ayuntamiento. Pocos meses después, el matrimonio tenía ya un estatus económico bastante más que aceptable.

Colosimo inventó la casa de putas en Chicago. Se acabó eso de hacer la calle. El cliente de la prostitución, pensó el italiano, es cada día más refinado, y quiere cosas que no va a encontrar en semáforos, callejones y moteles aquí te pillo aquí te mato. Así que montó casas de citas con mucho estilo, regentadas por madamas profesionales (una de ellas su propia mujer, que venció rápidamente la repugnancia hacia el negocio) y que, además, daban un servicio de postín.

El Gran Jim, como todo el mundo acabó llamándolo, se convirtió en un auténtico experto del negocio de la prostitución. Montó una red de casas de citas y hacía que las chicas rotasen entre ellas, pero cuidándose de que la rotación las hiciese, tras algún tiempo, retornar a los mismos locales de origen. Colosimo sabía que el cliente del sexo quiere variedad, pero también guarda en la memoria sus mejores polvos y alberga el deseo de repetirlos algún día. Con su sistema de rotación, Jim Colosimo se garantizaba eso que podríamos denominar la fidelización del cliente; el que no volvía para probar otra, volvía por si volvía la que le había gustado.

De la prostitución, Colosimo pasó a los restaurantes y a las apuestas. Lo normal en un mafioso, aunque con un toque de distinción muy propio de este italiano tan detalloso: como ejemplo, la primera vez que el mítico tenor italiano Enrico Caruso cantó en Estados Unidos, lo hizo en el espectáculo de un restaurante de Jim Colosimo en Chicago.

En 1919, a él como a todos los de su clase, le tocó la lotería con la implantación en Estados Unidos de la Ley Volstead, por la cual se establecía la ley seca, es decir la prohibición de producir, vender y servir bebidas alcohólicas en el país. Aquello multiplicó el negocio por tres, y los beneficios por diez. Se ha calculado que, en los años de la Ley Seca, cada puñetera cerveza, cada vaso de whisky, dejaban al mafioso que los servía un beneficio limpio equivalente al triple de todos los costes, incluidos la fabricación, transporte, gastos del local, pagos a matones y pistoleros y sobornos de senadores, policías, concejales y magistrados. Colosimo se había hecho grande, y necesitaba lo que tienen todos los grandes criminales: un lugarteniente.

Se fijó en un tipo rechoncho que había nacido en Sicilia en 1887, que vivía en Nueva York y a quien todos conocían como Johnny Torrio.

Torrio habría crecido en Brooklyn como un auténtico bicho raro. Era listo, bastante estudioso y, de más mayor, ni fumaba, ni bebía, ni apostaba, ni follaba. Quizá era la consecuencia que le quedaba de los años adolescentes, en los que había llegado a estudiar para entrar en el seminario. Tenía, según decían quienes lo conocieron, un olfato increíble para los negocios; por qué no se dedicó a ellos por la vía legal y decidió desarrollarse en el mundo de las personas que apartan al competidor disparándole en las piernas, es un misterio. Pero lo cierto es que sus trabajitos para la mafia neoyorkina fueron tan finos que su relato llegó a Chicago, motivo por el cual Colosimo le fichó.

Antes incluso de que se aprobase la ley Volstead, Colosimo ya había montado algunas destilerías clandestinas. Torrio tomó esos activos y con ellos creó un emporio del alcohol ilegal, diseñado para diseminar su influencia por Chicago y el estado de Wisconsin. Sin embargo, pronto surgieron los problemas. El negocio ilegal siempre tiene competencia, y Chicago no era una excepción. En realidad, a principios de los años veinte el alcohol ilegal en Chicago no estaba tanto en manos de los italianos, como de los irlandeses. Todo el mundo decía entonces que un irlandés en América tenía apenas dos destinos: o ser delincuente, o ser policía; y no eran pocos los que dudaban de que la distinción estuviese clara. En todo Chicago eran famosos los restaurantes irlandeses con doble bodega: en la primera, las viandas; en la segunda, cajas y cajas de alcohol.

Y aquí llega la primera invención de Torrio. Porque la Mafia antes de Torrio estaba formada por pistoleros, por así decirlo, multifunción. Una banda que traficaba con alcohol tenía falsos camiones de leche que transportaban falsas botellas opacas de leche en realidad llenas de whisky, y los mismos tipos que fabricaban, acarreaban y vendían el alcohol venían a ser los que se liaban a tiros si había problemas. Torrio, sin embargo, comprendió que un crimen verdaderamente organizado necesita pistoleros que sólo sean eso. Le costó hacer entender a Colosimo que necesitaba ejércitos de muchachos que lo mismo se pasaban meses jugando a las cartas, pero que entraban en acción cuando hacía falta. De alguna forma, Torrio inventó los ejércitos de soldados mafiosos, como inventó el procedimiento de hacer traer soldados de otros estados para los trabajos más complicados, de forma que la investigación de los crímenes, ya de por sí dificultosa, se hiciera casi imposible.

Cuando Colosimo se convenció, Torrio partió a Nueva York para comenzar a montar su ejército. Se fue acompañado de otro tipo de su calaña, Frank Uale, que se hacía llamar Yale en América. Resulta curioso que Yale fuese el compañero de Torrio en aquel viaje si tenemos en cuenta que, algunos años después, Al Capone lo haría matar.

Torrio y Yale estaban en Nueva York para fichar al tipo más duro de la ciudad, y así lo hicieron. Desde el primer momento, su opción fue Alphonse Capone, napolitano, nacido el 17 de enero de 1899, hijo del honrado barbero Gabriel Capone y líder de una temible banda de matones, la Five Points Gang, que operaba en un barrio entonces existente en el Bronx, donde se las tenía que ver con matones italianos, polacos, irlandeses y judíos. A Capone ya le llamaban entonces Scarface o Cara Cortada por la cicatriz que le recorría la mejilla izquierda y que, según los relatos más probables, fue provocada por Frankie Galluci, otro matón como él con el que se peleó por una tía cuando tenía dieciséis años. No obstante, hay versiones que dicen que la herida se la hicieron durante la celebérrima pelea producida el 27 de mayo de 1915, cuando la banda de Gip el Sanguinario, siciliana, se dio de hostias con la Five Points y otras bandas de napolitanos (un poco al estilo de la pelea que se ve al inicio de Gangs of New York) en lo que en la Historia del hampa ha quedado denominado como «La batalla del Bronx».

Torrio estableció a Capone en el 2220 de la South Sabash Avenue de Chicago, como próspero y pacífico comerciante de muebles de segunda mano. Su función era, como se ha dicho, estar ahí, haciendo sus negocietes, esperando el momento en que su pistola fuese necesaria. Pronto lo fue pero, por mucho que Colosimo y Torrio esperasen que los problemas les llegaran del flanco irlandés, no fue así. Fueron los propios italianos los que quisieron echarlos.

Rocco Maggio y Tony Capellaro, en efecto, llevaban en Chicago algún tiempo más que Colosimo por lo que, cuando las destilerías de éste comenzaron a crecer como setas, se sintieron con derecho de darle una patada en el culo. Maggio y Capellaro eran un poco psicópatas y violentos, lo que le concedía una ventaja a Torrio; a Johnny le gustaba cometer ilícitos como al que más, pero también le gustaba invitar a senadores a sus restaurantes, untar a los jefes policiales, esas cosas. Tenía relaciones en las altas esferas, cosa de la que sus competidores carecían.

Por su parte los irlandeses estaban nucleados sobre todo alrededor de Dion O’Banion, otro personaje bastante parecido a Torrio, pues de noche se dedicaba a coordinar sus actividades criminales, pero de día atendía su negocio de flores, por las que sentía verdadera pasión. Madrugaba para abrir la tienda, algo que la gente nunca pudo explicarse bien, pues pasaba la noche entera de pie.

Eran tres grandes organizaciones creciendo constantemente. Pronto, la ciudad se les quedó pequeña. La cuerda acabó por romperse por el lugar más predecible, es decir Rock el violento. Fue, en efecto, Maggio quien desató las hostilidades. Ya había dejado sus intenciones claras en el primer asesinato de las bandas que se recuerda en Chicago (el del panadero Anthony D’Andrea), en el que no sólo murió la víctima, sino que también el ejecutor, un pistolero irlandés llamado Phil Casey, apareció en una cuneta criando gusanos.

Lo siguiente que hizo Maggio fue incrustar quince balas en uno de los batientes de la puerta de entrada de la casa de Colosimo cuando éste estaba entrando en ella. El mafioso salió ileso del atentado de milagro, y dobló la vigilancia. Luego se marchó de la ciudad a casarse (se había divorciado de Victoria), viaje del que regresó el 11 de mayo de 1920.

A primera hora de aquel día, Jim estaba sentado ante su mesa de trabajo cuando recibió la llamada de un amigo llamado Jim O’Leary, quien le ofreció un cargamento de cerveza cuyo precio podían discutir a las cuatro en el restaurante de Colosimo. Éste dijo que sí y estaba en dicho restaurante a la hora indicada, aunque no para comprar cerveza, sino para ver entrar a cuatro hombres con metralletas que se lo apiolaron en menos tiempo que el que me dura a mí un cruasán.

Todas las sospechas recayeron en Maggio. Ciertamente, el crimen lleva su firma. Sin embargo, hay un dato que siempre ha intrigado a los investigadores. En mayo de 1920, Al Capone ya era el guardaespaldas de Colosimo. Desde el primer atentado, no se separaba de él ni para mear. Pero, entonces, ¿por qué no estaba con él aquella tarde?

También pudo ser, desde luego, Dion O’Banion, el tercero en discordia.

Y aquí es donde Torrio vuelve a innovar.

¿Recordáis la primera parte de El Padrino? ¿Recordáis la jugada maestra de don Vito Corleone tras el asesinato de su hijo Sonny (por cierto: Capone también llamaba Sonny a su hijo)? Hace ver que no quiere más muertes, hace ver que se ha dado cuenta de que es necesaria la paz entre bandas, aunque en realidad está preparando una venganza.

Pues bien: Torrio fue personalmente a encargar las coronas mortuorias de su jefe… a la floristería de O’Banion.

Fue un gesto de paz, de concordia. Fue el primer intento serio por poner un poco de orden en el por definición caótico mundo del crimen. Fue el primer paso del llamado Sindicato del Crimen, en buena parte idea del propio Torrio, un sistema basado en el consenso entre criminales, en el reparto civilizado de áreas de influencia, y en la protocolización del asesinato, que ya sólo podría cometerse bajo autorización del Consejo de mafiosos. Torrio fue, en efecto, el primer mafioso que reaccionó a una agresión tendiendo la mano.



Eso sí, en menos de cinco años después de aquel gesto, el pupilo de Torrio, es decir Al Capone, había acabado con O’Banion y con su lugarteniente Hymie Weiss y había puesto fuera de la circulación al otro, Bugs Moran; pero ésa es otra historia, la de Capone, que tal vez contemos algún día.

La documentación policial de aquella época incluye algunos soplos de confidentes según los cuales el propio Torrio habría organizado el asesinato de Colosimo. La idea no es completamente descabellada. A Colosimo le gustaban mucho las fiestas, los polvos de variada naturaleza y el cachondeo; los buenos mafiosos son austeros y aparecen poco (de hecho, el Sindicato del Crimen acabaría dando la espalda a Capone precisamente por lo visible que era). Para los planes del neoyorkino, el pizpireto jefe era un estorbo.

Pocas semanas después del asesinato de Colosimo, Torrio convocó una cumbre de bandas en la que no se recató de criticar los errores de su jefe en el pasado y de repetir, machaconamente, la idea de que había suficiente para todos sin por ello tener que matarse ni matar policías, que era algo que siempre les creaba problemas. La mentada cumbre produjo, en efecto, un acuerdo y una bajada de la tensión, aunque corta.

El terreno de actuación de la banda de Torrio/Capone había sido siempre el South Side de Chicago. Ahora, querían extenderse por el barrio más al oeste de la ciudad, llamado Cicero. Pero no eran los únicos que habían puesto los ojos en esa área nueva de la ciudad, crecientemente próspera. Especialmente los irlandeses. Y aquí fue donde el matrimonio entre Torrio y Capone se rompió. El primero quería negociar, repartir (más bien deberíamos decir: quería negociar todavía). Torrio prefería, al menos de momento, la transacción, quizá porque sabía que O’Banion, a pesar de apoyarse en dos tipos de tiro fácil como Weiss y Moran, era de su misma pasta. Capone quería cargarse a los irlandeses uno por uno y ya.

Una mañana de enero de 1926, Johnny Torrio salió de casa con su esposa para hacer algunas compras. Cuando salían de los grandes almacenes, cargados de paquetes, justo al ir a abrir la puerta de su coche, otro pasó por la calle a toda velocidad y, desde el mismo, una o varias personas dispararon ráfagas de metralleta.

Según algunas versiones, el de Torrio fue el atentado más raro de la Historia del crimen organizado en Estados Unidos. Porque los pistoleros no le dieron; ni una bala. Ni a su mujer. Por no dar, no dieron ni en el coche. Según esta versión, dispararon cerca, pero al aire. Otras versiones hablan de que resultó herido de varios disparos, pero yo la considero poco creíble teniendo en cuenta que su mujer, que estaba a su lado, salió al parecer ilesa, y una ráfaga de ametralladora no puede ser precisa.

Johnny Torrio pasó unos pocos días en su casa de Chicago, tiempo durante el cual sólo se entrevistó con Capone. Y, pasados dichos días, se marchó en tren a Nueva York y en barco a Italia, y jamás volvió a Chicago.

Quién disparó contra Torrio, con tan mala puntería, nunca se ha sabido. El único hecho cierto es que el principal ganador de la decisión de Torrio fue Al Capone, quien se quedó con toda la organización de Chicago y a partir de ahí viviría cinco años intensísimos que labrarían su fama.

La fama que Johnny Torrio nunca quiso para sí, quizás porque era un mafioso atípico; un mafioso que prefirió la vida sin fama a ser un famoso acribillado a mediana edad.

Torrio, es, por último, una especie de Cid mafioso que gana batallas después de muerto. Regresó a EEUU en los años treinta para declarar en el juicio contra Capone. Estuvo en Nueva York, donde convenció a Charles Lucky Luciano de la bondad de su sistema de reparto de influencias entre bandas, su sistema pactista. Luciano supo ver la bondad de aquel sistema y, aconsejado por Torrio, acabó impulsando la creación del Sindicato del Crimen. 

Los 10 mafiosos italoamericanos que hicieron historia

Hubo un momento en la historia de Estados Unidos en el que casi todo lo que un norteamericano pagaba iba directa o indirectamente a las arcas de las grandes familias mafiosas. Dado su esquema de hermetismo vertical, se hacía casi imposible penetrar entre asociados, soldados y capos, hacia los verdaderos jefes de aquellas organizaciones criminales. Con sus intereses enraizados en negocios que iban desde el juego y la prostitución hasta el recojo de basura y la venta de abarrotes, estos transitaban las principales ciudades del país al amparo de un sangriento código de silencio heredado del viejo continente, la Omertà.
Hoy, con una sociedad estadounidense más madura, las operaciones policiales y la incompetencia de sus líderes han conducido al ocaso de la mafia; sin embargo, las estéticas de aquella edad de oro perduran en el imaginario colectivo impulsadas por los clásicos del cine y la literatura. Esta lista presenta a los italoamericanos que lograron abrirse paso en ese mundo hostil, en base a contactos, lealtades, lazos de familia y mucha, muchísima violencia, y cuyo legado, aunque criminal, salió de los bajos fondos para convertirse en leyenda.

10 y 9. Joe ‘The Boss’ Masseria (1886 – 1931) y Salvatore Maranzano (1886 – 1931)

Joe ‘The Boss’ Masseria.

Poco se habla hoy de estos dos, pero sus historias se encuentran en la base del crimen organizado en Estados Unidos. Cuando las estructuras de liderazgo verticales de la vieja Sicilia aún no se trasladaban a las caóticas calles neoyorquinas, ambos se abrieron paso a balazo limpio entre las bandas de inmigrantes que no tenían ninguna intención de mostrar respeto hacia los gángsters más experimentados.
Joseph Masseria escapó de Sicilia a los 17 años para evitar cargos de asesinato, asentándose en el Lower East Side, donde operaba la banda de su paisano Giuseppe Morello. Escaló posiciones rápidamente gracias a su brutalidad y hambre de poder, llegando a hacerse con el control de casi todas las actividades ilegales en la región. En 1929, Masseria ya tenía el estatus de ‘Jefe de todos los jefes’, pero su predilección por rodearse de pandilleros no sicilianos irritaba a algunos conservadores. Uno de ellos era Salvatore Maranzano.

Salvatore Maranzano.

Oriundo de Castellammare del Golfo, en Sicilia, Maranzano fue enviado por el jefe mafioso local, Don Vito Ferro, para plantarle cara a Masseria y defender la pureza de la organización en Nueva York. Aliado a otros gángsters, alrededor de febrero de 1930, inició el conflicto más sangriento en la historia de la mafia norteamericana, bautizado en honor a quienes lo propiciaron: la Guerra Castellammarese. Para 1931, Masseria había sido asesinado mientras echaba una meada, traicionado por sus propios aliados, y Maranzano era el nuevo ‘Jefe de todos los jefes’. El reinado de quien gustaba comparar su imperio del crimen al Imperio Romano duró poco. En septiembre, un hombre con una inacabable sed de poder que conoceremos luego planeó su muerte. Tras él, el hermetismo estructural y la prosperidad llegarían a la Cosa Nostra estadounidense.












8. Vincent ‘Vinny the Chin’ Gigante (1928 – 2005)

Vincenzo Gigante nació en el Bronx y fue de esos boxeadores grandotes que nadie quisiera enfrentar. Provisto de un gran mentón, disputó veinticinco peleas entre 1944 y 1947, y perdió cuatro antes de decidir que los bajos fondos le traerían mejores réditos. Empezó en la Familia que tiempo después adquiriría el nombre de Vito Genovese, su mentor. Cuando este recién aspirada a alcanzar el poder luego de una temporada en la que tuvo que huir a Italia por un homicidio, ordenó a Gigante asesinar al entonces jefe, Frank Costello. Pero la operación falló, dejando a la Familia al borde de una guerra intestina.
Tiempo después, cuando Genovese por fin se hizo con el control de la familia por medios pacíficos y heredó el imperio de las apuestas, las máquinas tragamonedas y los casinos flotantes de Costello, Gigante tuvo el camino libre al estrellato. Como capo mantuvo, junto a su hermano Mario, el control del Bronx y asumió el mando de la Familia Genovese con ‘Fat Tony’ Salerno como su segundo en 1981. En los últimos años de su vida se hizo famoso por esquivar a la ley fingiendo ser un esquizofrénico paranoico mientras recorría las calles de Greenwich Village en pijamas y conversando consigo mismo. En 1997, sin embargo, fue condenado a una docena de años y murió en la prisión de Springfield a los 77.

7. Santo  Trafficante Jr. (1914 – 1987)

Con el foco puesto en Nueva York y Chicago, muy pocos hablan de la vida de quien tuvo el control casi total del crimen organizado en la Florida. Santo Trafficante Jr. nació en Tampa con el destino marcado. Su padre, Santo Trafficante Sr., había escalado posiciones en la Familia Antonori, haciéndose con el control de gran parte del juego ilegal en la región. Cuando Ignacio Antonori murió, se quedó con su imperio. Sabiendo que debía tener un sucesor, envió al pequeño Santo Jr. a Nueva York para que aprendiera las maneras del crimen organizado de su amigo Tommy Lucchese. Al parecer, sintonizó bastante.
Santo Trafficante Jr. heredó el control de territorios como Miami, Fort Lauderdale y Palm Beach, principalmente en el campo de las apuestas ilegales. No contento con eso, Trafficante fue quien llevó la mafia italiana a Cuba. Durante el gobierno del dictador Fulgencio Batista, operó el Casino Internacional y el Sans Souci, y compartió intereses bajo la mesa con otras familias neoyorquinas en el Hotel Habana Riviera, el famoso Tropicana Club y el Capri Hotel, entre otros. Acabada la noche, los hombres de Batista recolectaban el 10% de las ganancias de estos establecimientos para Trafficante. Luego de la revolución, Fidel Castro expulsó todas las inversiones estadounidenses de la isla, incluidas las suyas. A pesar de estar involucrado en el escándalo de la Conferencia de Apalachin, nunca purgó condena en prisión.

6. Joseph Bonanno ‘Joe Bananas’ o ‘Don Peppino’ (1905 – 2002)

Joe Bonanno es uno de esos casos extraños en la mafia: logró retirarse, escribir su biografía y no murió asesinado, sino por causas naturales. Nacido en el seno de una familia de tradición criminal en Castallammare del Golfo, Sicilia, el pequeño Joseph llegó a Estados Unidos cuando apenas contaba tres años. Vivió diez en Brooklyn hasta que su familia decidió regresar a Italia para ver los negocios. En 1924, desembarcó ilegalmente en Tampa, Florida, escapando del fascismo y dispuesto a hacerse una carrera en el mundo del hampa.
La Prohibición fue una época de abundancia para muchas organizaciones que se dedicaron al contrabando de licor a lo largo del territorio estadounidense. Conocida como la ‘Volstead Act’, estuvo vigente desde 1920 hasta 1933, dejando montadas sólidas redes criminales. Con ella ascendieron Masseria, Maranzano y muchos otros de los más legendarios gángsters norteamericanos. Bonanno, por supuesto, se puso a contrabandear en la banda de su pariente lejano Stefano Maggadino, un hombre con muchos contactos en aquel momento.
Sus buenos reflejos y su capacidad organizativa le granjearon una buena reputación en las calles de Nueva York. Siendo conservador y coterráneo, se alineó con Maranzano en la Guerra Castellammarese, tras la cual asumió el mando del clan del difunto Salvatore. La Familia Bonanno, bautizada debido al extenso liderazgo de ‘Don Peppino’ (por Pepe, de su nombre original), tuvo que batallar para expandirse a Arizona, Colorado, California y Canadá, en las conocidas como ‘Banana Wars’. Joe fue tan respetado que pudo retirarse en paz a su casa de Arizona, donde escribió su libro Un Hombre de Honor: La autobiografía de Joseph Bonanno. A pesar de que contaba algunos entretelones de la organización, no respondió a las preguntas de los jueces evitando violar el código de Omertà. Murió de un ataque al corazón a los 97 años.

5. Albert Anastasia ‘Lord High Executioner’ (1902 – 1957)

Umberto Anastasio fue un hombre sanguinario entre los sanguinarios. Americanizó su nombre para no avergonzar a su familia y pronto se ganó el temible apelativo de ‘Lord High Executioner’. Fue uno de los que rodeó a Masseria en sus años de esplendor, algo que molestaba a los del clan rival debido a que era de Calabria. Anastasia dirigió Murder Inc., un grupo de asesinos judíos e italianos que operaba bajo órdenes de las grandes familias mafiosas. ¿Había que matar a alguien? Ellos eran los indicados para hacer el trabajo sucio. Encima, había para escoger: si se quería una muerte silenciosa, solía introducirse un picahielos en el tímpano hacia el cerebro, si se quería algo más escandaloso, una ráfaga de ametralladora o el desmembramiento eran los indicados. Solían reunirse a la espalda de una tienda de golosinas en Brooklyn. Ahí entabló amistad con el famoso asesino judío Louis ‘Lepke’ Buchalter, a quien luego tendría que matar por órdenes de arriba. Casos así no eran raros en la mafia, no se podían poner las amistades sobre los negocios.
Albert Anastasia llegó a la cima cuando, tras la misteriosa desaparición de los hermanos Mangano, tomó posesión de su Familia durante los años 50. Sin embargo, se movió mal, intentando establecer negocios de apuestas y tráfico de drogas en Cuba a espaldas de los que ya tenían el poder en la isla. Al parecer, esto molestó a varios altos mandos quienes, junto a un viejo rival, el napolitano Vito Genovese, ordenaron su muerte. En la mañana del 25 de octubre de 1957, Albert Anastasia fue repetidamente baleando mientras se relajaba en la barbería del Park Sheraton Hotel, en uno de los asesinatos más gráficamente cruentos de la historia de la Cosa Nostra. La vida de un hombre como él no podía acabar de otra manera.

4. Carlo Gambino ‘Don Carlo’ (1902 – 1976)

Con solo un metro setenta de estatura y una enorme nariz de gancho, el palermitano Carlo Gambino fue un Padrino al estilo de la película. Al mando de la Familia Gambino movía los hilos del crimen organizado con la sutileza y elegancia de una mente maestra. Supo moverse para llegar a la cima del poder: él fue uno de los que estuvo detrás del asesinato de Anastasia, pero tras bambalinas, haciendo que Vito Genovese apareciera como el gran responsable. Cuando este último iba a ser reconocido como el jefe con mayor poder, fue capturado por el FBI cuando supervisaba la entrega de un enorme cargamento de heroína en Atlanta. Don Carlo había movido bien sus fichas y, con el camino libre, reubicó a los aliados de sus principales enemigos en puestos de confianza, entre ellos, los poderosos Arniello Dellacroce y Paul Castellano.
Cuando Joe Colombo, jefe de otra de las familias de Nueva York, amenazó su reinado, orquestó su asesinato. Falló, pero lo dejó en coma hasta el final de sus días. La policía, sin embargo, encontró responsable a su rival, Joe Gallo. Así era Gambino. Se cuenta que en una oportunidad, un soldado de la Familia Colombo que operaba en Coney Island, Carmine ‘Mimi’ Scialo, comenzó a insultarlo en medio de un restaurante llevado por la borrachera. Don Carlo se mantuvo tranquilo, como era siempre, ante aquella falta de respeto. No dijo ni una palabra. El cuerpo de Scialo fue encontrado en un bloque de cemento en el Otto’s Social Club al sur de Brooklyn.
La vida de Gambino parece haber inspirado muchos de los rasgos del protagonista de la novela de Mario Puzzo. Por ejemplo, Don Carlo tenía la política de “Deal and Die”; si sus soldados traficaban con drogas, estaban muertos. Sin embargo, se sabe que tenía intereses en las grandes operaciones de heroína. Además, era audaz para los negocios: cuando ningún mafioso quería meterse con los bares gay, él hizo una fortuna regentándolos. Tras su muerte por un ataque al corazón, dejó al mando a su cuñado, Paul Castellano, salteándose varias reglas de jerarquía. Este nunca pudo estar a la altura del imperio formado por el muchachito que llegó de ilegal al país a los 19 años y nunca obtuvo la ciudadanía estadounidense.

3. Alphonse ‘Scarface’ Capone (1899 – 1947)

Su nombre habla por sí solo. Decían que los mafiosos napolitanos eran menos respetuosos de las jerarquías que los sicilianos, lo que hacía que tuvieran guerras y prácticas más sangrientas, pero menos seguras. Eso se cumplió con Al Capone. Hijo de un napolitano, nació en Brooklyn y se unió a la banda liderada por Giovanni ‘Papa Johnny’ Torrio que operaba en la picantísima zona de Five Points en Manhattan, Nueva York, luego de dejar el colegio a los 14 años. No estaba hecho para las aulas. Trabajando bajo el mando de Frankie Yale, Capone faltó el respeto a una mujer mientras supervisaba un negocio. El primo de esta le hizo tres grandes surcos en la parte izquierda de la cara, de ahí su apodo, el que Capone llevó con orgullo diciendo que eran “cicatrices de guerra”. Cuando Torrio y Yale vieron las ventajas de asentarse en Chicago, los tres emprendieron viaje con dirección oeste.
La brutalidad de Capone lo hizo escalar posiciones rápidamente en el Chigado Outfit (como se le conoce a la mafia de aquel estado). Con la llegada de la Prohición, el juego y las prostitución dieron paso al contrabando de licores, con lo que la ciudad se configuró en dos bandos antagonistas. Al norte, los irlandeses dirigidos por Dean O’Banion y al sur los italianos de Torrio. Naturalmente, estos no tardaron en enfrentarse. El primero en caer fue O’Banion, cuyos partidarios trataron de cobrar venganza con Torrio. Fallaron, pero el italiano se asustó y decidió retirarse. Dejó a Yale al mando, pero este fue asesinado.
Entonces, el sanguinario Capone hizo un movimiento ambicioso que pasaría a la historia: la Masacre del Día de San Valentín. El 14 de febrero de 1929, hombres de su banda vestidos de policías condujeron a 14 irlandeses rivales a un garaje y vaciaron sus ametralladoras sobre ellos. Lo que parecía un triunfo de los del sur, terminó construyendo la derrota del entonces ostentoso ‘Scarface’. La masacre fue tan mediática que el gobierno tuvo que hacer algo. Elliot Ness y su grupo de ‘Intocables’ lograrían encerrar a Capone bajo cargos de millonarias evasiones de impuestos. Recién en 1939 pudo salir, totalmente incapacitado de volver al ruedo y murió 8 años después habiéndose retirado a Palm Beach, Florida.

2. John ‘ Johnny Boy’ Gotti ‘The Teflon Don’ o ‘The Dapper Don’ (1940 -2002)

Cuando Gambino nombró a Paul Castellano como su sucesor, un joven con increíbles talentos criminales no quedó muy contento. El sucesor natural debía haber sido Arniello Dellacroce, segundo al mando, amigo del asesinado Albert Anastasia y, sobre todo, mentor de aquel muchacho. Pero Don Carlo decidió complicar las cosas y dejar a su cuñado como jefe. Sin embargo, Dellacroce se mantuvo leal a Castellano, apagando las ansias del joven de rebelarse y asesinarlo. Muerto aquél en 1985, John Gotti ya no tuvo quien frenase sus ansias de poder. El entonces capo comenzó a cocinar la muerte de su jefe desde los mismos cuarteles de la Familia en el Ravenite Social Club en Little Italy, Manhattan. Para colmo, el torpe Castellano había dejado que agentes del FBI infiltraran micrófonos en su mansión, terminando de escribir su sentencia de muerte. El asesinato se efectuó en diciembre de ese año y John Gotti tomó las riendas de la Familia Gambino, la más poderosa en aquel momento, con Salvatore ‘Sammy the Bull’ Gravano como su segundo.
Mientras los otros jefes intentaban siempre alejarse de los reflectores, Gotti se convirtió en una verdadera celebridad. Vestía trajes de lujo y siempre saludaba a la cámara con una sonrisa sarcástica. Es, quizás, el último mafioso que vivió sus reales años de esplendor pasado el blanco y negro. La sociedad norteamericana de la segunda mitad del siglo XX conoció –y llegó a querer– a un John Gotti a todo color, mientras, por debajo, sus hombres dominaban las calles de Nueva York. Su excentricismo hizo que los federales le pusieran el ojo, llevándolo a un juicio del que salió absuelto pagando a cuento juez hubo que sobornar. No obstante, el legendario Gotti, nacido en una familia italiana de trece hermanos en el Bronx, finalmente cayó traicionado por su mano derecha, Sammy the Bull. Gravano accedió a colaborar con el FBI en la acusación de su jefe y este fue condenado a cadena perpetua por 13 delitos, incluido el de asesinato. El último gran padrino murió en el hospital de la prisión de Springfield, Missouri en 2002.

1. Charles ‘Lucky’ Luciano (1897 – 1962) 

Sin dudas, la fama de los nueve nombrados ha trascendido sus vidas y ha pasado a ser parte de la fascinante historia de la Cosa Nostra. Sin embargo, si alguien fue quien más contribuyó a poner las bases de la edad de oro de la mafia cuya descripción abre esta lista, ese es Lucky Luciano. Nacido en Sicilia y crecido en el corazón de Little Italy –barrio de inmigrantes italianos en el sur de Manhattan –, dejó los estudios a los 14 años luego de ganar 240 dólares (casi 50 veces su salario semanal como portero) en un juego de dados y decidió ganarse la vida en las calles. Sanguinario pero perspicaz, Luciano no solo tenía todas las cualidades para triunfar en los bajos fondos, sino que además aprovechó los momentos indicados. Dedicado al contrabando de licores durante la Prohibición, se alineó en el bando de Masseria antes de la Guerra Castellammarese porque siempre estuvo en contra de las arcaicas tradiciones sicilianas, útiles para el espacio rural de la isla, pero ineficientes en la gran manzana.
Fue Luciano quien planeó la traición a Joe ‘The Boss’ y quien, luego de entender que Maranzano insistiría con la figura del ‘Jefe de todos los jefes’, planeó también su asesinato. Dos golpes casi sucesivos y liderados por él que lo dejaron con la cancha limpia para instaurar su nuevo sistema. Luciano había entendido que la figura de un único líder generaba demasiada envidia que no favorecía a los negocios. Estando en guerra, ningún mafioso podía preocuparse de hacer dinero si antes tenía que salvarse el pellejo. Lucky, quien se ganó su apodo y su desagradable apariencia luego de que saliera con vida de un brutal ataque policial, convocó a una reunión en Chicago. A ella asistieron los jefes de las familias mafiosas de todo el territorio estadounidense y engendraron la asamblea del crimen organizado que pasaría a la historia como La Comisión.
En ella tendrían asiento las Cinco Familias de la ciudad de Nueva York –de mayor poder criminal–, la Familia de Buffalo y el Chicago Outfit. El resto de clanes tendría representación mediante sus contactos con aquellos miembros. La Comisión se reuniría cada cinco años o cuando fuera necesario, para resolver las diputas entre las Familias y evitar los baños de sangre. De ahí salió el famoso régimen de las Cinco Familias retratado por Puzzo, que en la vida real se llaman, Bonanno, Gambino, Genovese, Lucchese y Colombo. Bajo la supervisión de La Comisión, la mafia norteamericana vivió sus años de esplendor, estirando sus tentáculos a todas las actividades comerciales imaginables y haciendo fortunas exorbitantes. Todo gracias a un visionario. Luciano tuvo tanto poder que ayudó, mediante sus contactos, en el desembarco aliado en Sicilia durante la Segunda Guerra Mundial, servicio por el cual se le canceló la condena que purgaba en Estados Unidos. Viajó a Italia y vivió ahí sus últimos años. Justo cuando iba a acordar con un productor cinematográfico para que pusiera su vida en la gran pantalla, le sobrevino un ataque al corazón.

Fuente

domingo, 30 de diciembre de 2012

Familia Lucchese: Consiglieres

Vincent "Nunzio" Rao (Muerto)
Consigliere entre los años (1953-1973)

Es sin duda una leyenda de la mafia nadie a ocupado el cargo de consigliere tanto tiempo. Durante 20 años fue Consigliere de la famiglia Lucchese. Fue el consigliere de Gaetano "Tommy" Lucchese, Carmine Tramunti y Tony Corallo. Hizo una alianza con Anthony Carfano Consigliere de Genovese para unir Genovese y Lucchese y estrechar lazos. Nunzio era consciente de que si Lucchese y Genovese estaban unidas ninguna otra famiglia del sindicato de "las cinco familias" podía discutir ninguna de sus ordenes. Con 80 años es investigado por el FBI el cual increíblemente no puede sacar ninguna relación entre este hombre y los Lucchese dejando perplejos a los detectives del caso. Pese a las múltiples amenazas de muerte que tuvo y a la infinidad de enemigos que se creó murió de causas naturales a la avanzada edad de 90 años y burlándose de los carabinieri en su casa de Sicilia.


Christopher "Christy Tick" Furnari (Detenido)
Consigliere entre los años (1973-1986)

Fue sottocapo de Tony Corallo durante 13 años. Consiguió durante su mandato que Tony Corallo ingresase 100.000 $ cada día en su cuenta privada. Se le consideraba un genio de las finanzas. Su apodo Chrsty Tick se debía al tick que tenia en la cara. Pese a que este era su apodo nadie se atrevía a hablarle de este tick en publico. Ya que tenia unos cambios de humor severos y sus enfados eran brutales.En una ocasión en un restaurante italiano pide a la camarera una bebida uno de los que se encuentran en la mesa con el le recrimina: "¿mover tanto la cara te da sed?" a lo que Christy responde sin mediar palabra con cinco balazos en la cabeza a este. Los que están sentados con el en ese momento guardan un silencio sepulcral. Furnari es detenido en 1986, pero arrastra consigo a Carmine Persico al cual inculpa de los delitos que se le implicaban a Lucchese destruyendo una Colombo ya resquebrajada.


Frank “Bulldozzer” Tieri
Consigiere entre los años (1986)

Fue capo de Gaetano "Tommy" Lucchese durante muchos años. Participo en la matanza del día de San Valentín en donde murieron casi la totalidad de la plana mayor de los Gambino a manos de Lucchese que implanto un régimen de terror durante aquella época. Fue elegido consigliere tras el encierro de Furnari. Solo desempeño este puesto drante un año. Se traslado desde su Florida natal donde era Capo a New York, para ser el consigliere de Vic Amusso. En ese mismo año es capturado por el FBI y sometido a duros interrogatorios. "Eddie" como era apodado solo pronuncia una frase. "Andiamo Stronzzos!". Que traducido significaría algo así como "que os jodan". Ya que el FBI no pudo sacarle nada en el plazo estipulado se vio obligado a ponerlo en libertad sin cargos. Vic Amusso aplaudió a su consigliere y le dijo que era un "hombre de honor". Le concedió el retiro. Este volvió a su Florida natal. Su actual estado es jubilado y retirado de las mafias. Pero el FBI lo sigue de cerca todavía, pues, se sospecha que podría estar todavía en contacto con Vic Amusso.


Anthony "Gaspipe" Casso (Detenido)
Consigliere entre los años (1986-1989)

Fue Consigliere de los Lucchese antes de ser elegido Sottocapo como sucesor de Mariano Macaluso en 1989. Fue un consigliere inteligente y diestro en asuntos de ley sabía encontrar resquicios que le permitiesen acogerse a enmiendas que lo protegiesen. Se destacó su paso por el rango de Consigliere por su falta de "publicidad" no atrajo tanto la atención de la policía como las famiglias rivales. Llevó todo con la máxima discreción, fruto de ello es que solo se le haya visto culpable de siete de las 32 causas pendientes contra el. Ascendió gracias a sus notables contribuciones a Lucchese al puesto de Sottocapo y de no haber caído con Vic Amusso en una operación conjunta del FBI por sucesión natural ahora sería el Don de Lucchese. Permanece detenido en la prisión estatal de Colorado.


Frank "Big Frank" Lastorino (Jubilado)
Consigliere entre los años (1989-1993)

Fue el consigliere de Lucchese durante tan solo cuatro años sin embargo fue el consigliere mas influyente sin lugar a dudas. Tenia "mas clase que Jhon Gotti" según sus allegados. Y la verdad es que tuvo estrechas relaciones con este. Jhon Gotti contrato a Frank para que matase a Paul Castellano. Solo esperaba que muriese y no tener que pagarle la exorbitada cantidad que le había prometido. Pero se equivocaba Frank Lastorino logró asesinar a Paul Castellano y entregarle Gambino a Jhon Gotti. Sin embargo esto debilitó notablemente las arcas de Gambino y a la propia Gambino pues pasó a "pertenecer a Lucchese" en un sentido figurado puesto que su nombramiento había sido gracias a Lucchese este se vio obligado a cumplir numerosas ordenes de Lucchese que debilitaron el respeto de Gambino hasta el punto de hacerla caer en el olvido como el propio Frank aseveraba: "Gotti ha hipotecado su futuro y yo soy el banquero". Sin embargo pagó caro esto, pues, cuando Jhon Gotti fue detenido en mayo de ese mismo año delató a Frank Lastorino por el asesinato de Paul Castellano y este fue condenado a 100 años de prisión tanto como Jhon Gotti y en el mismo correcional. Sin embargo el "Dandy" como lo llamaban también, logro escabullirse y reducir su condena a 12 años en un correcional diferente. Fue liberado en el 2005 actualmente reside en Brooklyn bajo vigilancia casi permanente.


Louis "Cross Louie" Daidone (Fugado)
Consigliere entre los años (1993-Actualidad)

En 1980 pasa a formar parte de la famiglia Lucchese. Asciende a capo en 1989 por orden de Alphonse D'Arco dado su brillante curriculum como sicario. Tanto el como Facciola su compañero tenían numerosos asesinatos a sus espaldas. En el año 1990 Alphonse D'Arco comienza a desconfiar de la lealtad de Facciola y para comprobar la fidelidad de Daidone le ordena asesinarlo. Daidone se muestra reacio pero descubre a Facciola en una reunión con los Gambino. Preso de ira dispara a bocajarro a los tres gambino con los que se encontraba reunido, los cuales mueren desangrados. Y agarra por la cabeza a Facciola disparondole tres veces en el cuello. Facciola muere tras llenarsele los pulmones de sangre. Una de las muertes mas dolorosas. Todavía con las manos llenas de sangre acude a hablar con Al D'Arco y este aplaude su trabajo. Era el año 1993 y Al D'Arco proclama a Daidone Consigliere de los Lucchese. En el año 1998 es detenido, juzgado y condenado a 100 años de prisión por los delito de extorsión, fraude, robo con violencia y homicidio en tercer grado. En el año 1999 se fuga de la prisión estatal de Rhode Island. El FBI lo mantiene en busca y captura desde entonces.